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Edición
La Inteligencia Artificial (IA) asusta. Asusta y mucho. Tom Hanks ha puesto en guardia a sus admiradores contra un anuncio en el que el actor aparece físicamente y con su voz, publicitando un seguro odontológico. Otro tanto ha hecho una hija de Robin Williams, tras ... escuchar en un podcast la voz de su padre más de nueve años después de su fallecimiento. Ni que decir tiene que la aparición irreal de Tom Hanks como vendedor de primas para garantizar los riesgos dentales o la «resurrección» de Robin Williams son solo creaciones virtuales logradas con la IA. En estos tiempos la tecnología de OpenIA, la misma compañía de ChatGPT, permite traducir podcasts de Spotify a lenguas distintas del original, conservando la voz primera del autor sin necesidad de doblajes. Otro tanto pueden hacer aplicaciones que convierten imágenes, músicas y voces tomadas de películas, canciones o podcasts en nuevas y virtuales creaciones de todo tipo, lo mismo que ChatGPT puede escribir novelas, ensayos y hasta letras de canciones tomadas de un amplio catálogo que se nutre del trabajo de muchos creadores.
Pues sí, se entiende la preocupación en el mundo de la creación cultural, porque la IA puede dejar en papel mojado los derechos de autor y la remuneración de los mismos. Más rebuscado es el miedo milenarista a que la IA se convierta en un instrumento desbocado del mal, capaz de destruir empleos, de afectar a la privacidad o a la seguridad, de acrecentar las diferencias sociales, de romper los postulados éticos y morales o, lo que es peor, de propiciar la superioridad de las máquinas. Concedamos que mientras no haya una regulación global que prevenga y limite sus efectos indeseados, la IA va a tener muy mala prensa y una literatura apocalíptica, exagerada a todas luces, ya que no solo ha llegado para quedarse, sino que tiene un potencial de extraordinaria importancia. Que la regulen y que acoten sus aplicaciones, pero, por favor, que el miedo milenarista no anule la libertad creativa y la innovación.
Cine
En el cine los 'remakes' no son necesariamente peores que sus versiones previas. Ni tampoco obligatoriamente mejores, claro, porque todo depende de cada caso concreto. Eso sí, el problema fundamental de los 'remakes' es el espectador preconcebido, es decir, el que guarda en su memoria y compara de forma exigentemente crítica la primera versión. Viene todo esto a cuento del éxito inicial que está logrando en algunas taquillas internacionales el 'remake' de 'El Exorcista', una película con los mismos mimbres de la que se estrenó hace ahora medio siglo: Terror sobrenatural, satanismo rampante, efectos especiales y una música dirigida a vincularse y a identificarse sugerentemente con el 'plot'. Hacer un 'remake' es siempre más barato y más fácil, ya que se parte de un material previo. Hacerlo de una película de terror también tiene su lógica, puesto que la sociología que explica el gusto popular por este género sigue latente. ¿Presagia todo esto que el 'remake' de 'El Exorcista' va a ser un éxito aplastante? Por supuesto que no.
Política cultural
Pedro Sánchez ha prometido esta semana al sector de la cultura que completará las reformas pendientes de la última legislatura. Se refiere al desarrollo final del Estatuto del Artista, a la tramitación de la Ley del Cine, a la regulación de la Inteligencia Artificial y a un nuevo paso en favor de la protección de la propiedad intelectual. La ofrenda se ha formalizado en una reunión con representantes de la cultura, integrada sorprendentemente en la ronda de conversaciones de su posible investidura. La verdad es que no se puede criticar que un político prometa completar lo que dejó pendiente, pero el momento para esta 'jura cultural' suena raro. ¿Estará buscando entre la cultura respaldos que le ayuden a justificar unas concesiones de muy difícil explicación? A saber. Con Sánchez, ya se sabe, todo es posible.
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