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Triunfa Beyoncé no solo por pulverizar récords de ventas con su último álbum, 'Cowboy Carter', sino también por auparse al número 1 del Billboard y convertirse en la primera mujer afroamericana que lidera esa lista en la categoría de música country. Todo muy bonito, sí, ... de no ser por la polémica racista que estereotipa la música country como blanca, políticamente conservadora y militantemente patriótica. De ahí que se critique a Beyoncé por el hecho de que una estrella afroamericana del pop cruce de un género a otro y de un tipo de música más interracial a otra que algunos proclaman propiedad de los blancos.
Algo del todo absurdo, pero no solo porque el country también tiene influencia de la música negra, sino incluso porque en nuestra contemporaneidad, la música es ante todo un lenguaje y una expresión universal. Pero este obsoleto racismo musical no es privativo de los Estados Unidos, donde las canciones country de Beyoncé se han retirado de algunas radios especializadas en ese género, incluso aunque Dolly Parton haya bendecido el disco de la afroamericana.
Hace bien poco, la tormenta racista también descargó sobre la posibilidad de que la reina franco-maliense del pop, Aya Nakamura, cante 'La vie enrose' en la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de París, lo mismo que hace tiempo el temporal arreció cuando se acusó a Rosalía de apropiarse del flamenco y de lo latino. Esto de compartimentar los gustos musicales y su expresión según los grupos raciales es un verdadero delirio. Si aceptáramos que a los blancos les va más la música clásica, el country y el rock o que los negros tienen el monopolio del jazz, el reggae, el rap, el góspel y el rythm & blues, entonces habría sido imposible que Amy Winehouse cantara en la onda de Billie Holiday, que Nat King Cole estuviera a la altura de los mejores 'crooners' blancos o incluso que nuestro Tete Montoliu fuera el más negro de los pianistas blancos. Dejémonos de monsergas, en fin, que la música no es segregadora, sino inclusiva o integradora.
TVE
Todo es siempre susceptible de empeorar en TVE. Véase el 'affaire' Broncano, detonador para la explosión en el consejo del ente público y cuya contratación millonaria se ha impuesto con fuerte división entre los profesionales, con el ordeno y mando de la Moncloa, con las cuotas políticas y hasta con una argucia legal que ha concedido 'in extremis' el voto de calidad a la presidenta interina, para más señas militante y obediente 'executor' de instrucciones gubernamentales. Pero, ¿de verdad que la contratación de Broncano era la solución necesaria para relanzar la programación de TVE o para definir una nueva filosofía de entretenimiento televisivo? ¿Era la inclusión de Broncano en la parrilla pública algo más urgente que otras cuestiones pendientes en el ente como su despolitización, la reforma de su consejo o la reestructuración de sus costes? Pues eso, de mal en peor hasta el desastre total.
Cultura de la cancelación
Polanski es ahora el 'anticristo' favorito de la cultura de la cancelación, de un 'bullying' para el penado sin posibilidad de perdón por sus pecados de imposible prescripción. El caso es que su última película, 'The Palace', está no solo a punto de estrenarse con dificultades en poquísimas salas europeas, sino que además lo hará con el rechazo de los movimientos feministas y el desprecio de la crítica. Seguramente la película no pasará a la historia como una creación excelsa, ya que a decir de muchos es más bien un «desecho de procacidad» o un «exceso de vulgaridad». Pues quizás, pero el problema de su difícil estreno en las salas no es la derivada de un eventual declive creativo, sino la consecuencia de una censura rampante. Sean cuales sean los imprescriptibles 'pecados' de un Polanksi de 90 años, ya no es solo un director fundamental en el cine de nuestro tiempo, sino que además se nos impide la libertad de ver el cine que nos dé la gana. En fin, con la cancelación a Polanski nos pasa lo mismo que con sus películas: no se sabe bien quién es el vampiro y quién el asesino del vampiro.
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