Es curioso que el debate sobre la política cultural ante estas elecciones generales se concentre, no tanto en los programas de los partidos, como en la posibilidad de que la Cultura tenga o no rango ministerial. Por supuesto, siempre será deseable la jerarquía ministerial para ... una materia tan determinante en el progreso social, si bien resulta mucho más sustancial el grado de consenso político sobre su consideración como cuestión de Estado, la necesidad de no someterla a criterios sectarios en su aplicación y, por encima de todo, su dotación económica.

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Como se sabe, la Cultura es una materia transferida a las autonomías, asumiendo el Estado la legislación sobre la propiedad intelectual, la defensa del patrimonio histórico-artístico, los museos, bibliotecas e instituciones de cabecera y de titularidad estatal y el apoyo global a las comunidades autónomas en la difusión cultural. El problema es que el gasto en cultura no supera el 0,5% del presupuesto total del Estado, bien lejos de ese 1% cultural considerado un objetivo mínimo. Además, la distribución de subvenciones nominativas y ayudas que el ministerio realiza para la acción y la promoción cultural en las autonomías no siempre responde a razones de equidad, eficacia y racionalidad, sino a las urgencias parlamentarias del gobierno de turno.

Recuérdese, por ejemplo, la financiación extra otorgada por el Ejecutivo de Pedro Sánchez a la cultura catalana para garantizarse el respaldo de ERC a sus presupuestos o, incluso -bienvenidas fueron- las partidas adicionales obtenidas por el PNV en la tramitación de las últimas cuentas públicas.

Que la Cultura tenga un ministerio o una secretaría de Estado no es tan sustancial como que haya más dotación económica para la conservación del patrimonio artístico en un país repleto de monumentos. Y que el rango y la jerarquía de la Cultura sea una cosa o la otra no es tan importante como que exista sobre ella un acuerdo de Estado o un consenso general sobre su promoción o difusión y sobre la necesidad de evitar su manipulación política o ideológica.

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Cultura pop

La redefinición del buen gusto

Nadie tiene hoy la fórmula segura del buen gusto, antes una prescripción vinculada al privilegio y la tradición, ahora en la cultura del click y los influencers quizás un concepto democrático y reactivo, lejano ya de cualquier hegemonía elitista. El asunto se ventila en las artes, la moda, la literatura y hasta en la vigencia de los viejos mitos. Es el caso de las divas, aquellas deidades vivientes de la ópera, del viejo Hollywood o de la alta sociedad, unas veces de talento excepcional y otras solo de belleza y estilo inalcanzable. La contemporaneidad ha redefinido el estilo y el buen gusto, transformando y actualizando el concepto, tal y como estos días se refleja en una muestra del Victoria & Albert de Londres, en la que se pasa de la Callas o Bette Davis a Madonna, Tina Turner o Beyoncé. ¿Son estas las efigies actuales del buen gusto? Quizás.

Teatro y ópera

Las barbas del vecino

La inflación, el alza en los costes de producción, el aumento de los salarios, la lenta recuperación de los públicos y encima el recorte de las subvenciones a las artes escénicas, a la música sinfónica y a la ópera en varios países europeos. Véase la bajada de 14,6 millones en la subvención a la English National Opera -la segunda del Reino Unido-, el «tijeretazo» a la BBC -que también gastaba ingentes cantidades en el ámbito de la música clásica- o los recortes a las subvenciones líricas en Francia, donde ya hay programaciones anuladas o donde la Ópera de Lyon ha tenido que cerrar durante un mes este verano.

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Esta ola depresiva no ha llegado a España, porque Europa aún no ha comenzado a presionar con la consolidación fiscal y también porque la oferta es menor, lo mismo que las instituciones subvencionables. Quizás ello explique que algún teatro público, como el Arriaga, siga sacando pecho cuando solo recupera por taquilla el 20% de su presupuesto. Pues eso, cuando las barbas de tu vecino veas cortar, pon las tuyas a remojar.

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