La inutilidad del fanatismo

Por ejemplo, véase lo absurdo de tanto empeño descolonizador en los museos, cuando sigue retrasándose la nueva Ley del Patrimonio Histórico español, el paraguas normativo que reclama urgentemente nuestro valioso acervo cultural. Y qué decir del desarrollo todavía pendiente del Estatuto del Artista, una crucial materia de materias con implicaciones en diversos ministerios, cuyo buen fin requeriría un ministro con peso político y capacidad de diálogo y liderazgo; y no tanto un 'savonarola' cuyo partido político pierde peso y encima zancadillea al socio coaligado.

Lo mismo sucede con su ampuloso anuncio preveraniego de la devolución de piezas incautadas en el franquismo, cuando la realidad nos demuestra que la Ley de Memoria Democrática resulta insuficiente al respecto, que la descoordinación institucional y jurídica es evidente o que las trabas burocráticas campan a sus anchas. Afortunadamente Urtasun nada tuvo que ver con la bendita y positiva reforma del Mecenazgo, pero me temo que seguirá teniendo pendientes la Ley de Derechos de Autor, el Estatuto del Artista y la reforma del INAEM. Por eso es mejor, sí, que no haga nada, que no estropee mucho más, que siga con sus soflamas inútiles hasta el final y, después, si te he visto no me acuerdo.

Maravillosa y sugerente la resiliencia de Rupert Everett: Ascenso a la fama y descenso inteligente a la decadencia; bello y sensual a los 20 y los 30, actor genial y celebridad de Hollywood antes de los 40, gay sin tapujos en la ficción y en la realidad, sólido y tenaz cuando la mediana edad cuarteó su maravillosa carnalidad y ahora excelente escritor a los 65, desinhibido e irónico, brillante en el chisme pero también profundo en la reflexión sobre la fama o divertido en su desapego de la industria, pero también elegante en su nostalgia e irresistible en su mirada a los placeres de la vida. Justo cuando Al Pacino publica estos días su nada literaria biografía, la prosa brillante de Everett en su 'The American No' -el sexto de sus libros- rebosa por igual ingenio autocrítico en ocho historias cortas y, sobre todo, grandeza humana en una decadencia sublimada con la mejor literatura.

Si el Bono Cultural del gobierno Sánchez fue la copia de una iniciativa similar desarrollada previamente en algunos países europeos como Francia, tampoco estaría de más reproducir en España la reflexión que sobre su eficacia se está planteando estas semanas en el país galo. En concreto, el debate se inició por una columna periodística escrita por la ministra de Cultura de Francia, en la que no solo evaluaba el resultado de un gasto que ha beneficiado al 84% de los jóvenes de 18 años, sino que además se interrogaba sobre la posibilidad de aumentar su importe a los beneficiarios con menor poder económico, de primar el destino del consumo cultural -como la parte colectiva que se otorga a los docentes para las actividades de estudiantes de secundaria y preparatoria-, de evitar un consumo de simple reproducción social o de idear un bono que permita geolocalizar la oferta más cercana. Obviamente, el debate no ha hecho más que comenzar y habrá que discutir más en torno al carácter universal del bono y sobre la libertad de elección en el gasto.