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Afirmaba Pedro Almodóvar en la pasada noche de los Goya que el dinero público recibido por los cineastas españoles se devuelve con creces al Estado, a través de impuestos y Seguridad Social. Pues sí, ya se sabe que Almodóvar no es ni mucho menos un auditor riguroso, como tampoco es un fino pensador el político de Vox que llamó señoritos y pedigüeños a los cineastas, negando incluso la consideración cultural a muchas de las películas españolas. En fin, el debate sobre esta cuestión es más pasional e ideológico que objetivo y racional.
Que se sepa, el cine español ha recibido del presupuesto del Estado en 2023 cerca de 117 millones de euros como subvenciones para producción, distribución, exhibición y festivales. A eso hay que añadir no solo las ayudas directas o indirectas de ayuntamientos y comunidades autónomas, ... sino también las desgravaciones fiscales concedidas a ciertas actividades cinematográficas, las compras de derechos por parte de las televisiones públicas o también el dinero que deriva de la obligación que tienen esas televisiones de invertir en la producción de películas españolas y europeas. Frente a semejante gasto, el cine español ha recaudado el año pasado 81,5 millones en las taquillas nacionales y otros 60 en las internacionales. Está claro, pues, que no resulta fácil concluir que el cine español devuelve con creces lo que recibe del Estado, pero tampoco que es una ruina o que recibe más subvenciones de lo que recauda.
Entiéndase que el cine en nuestro país, como en la Europa continental, es una mezcla entre industria y bien cultural, un concepto social y económico que no se entiende ni por unos ni por otros. El dinero que se destina al cine en España es muy inferior al de otros países europeos como Alemania o Francia. Por eso tiene sentido que nuestro cine sea protegido y promovido, pero no solo con subvenciones y ayudas públicas, sino muy especialmente con el impulso a su estructura industrial y a su dimensión competitiva. Lo demás, ya lo digo, no son sino cuentas mal hechas y cuentos mal contados y peor digeridos.
Urtasun ya ha pisado otro charco, el enésimo de su exiguo magisterio ministerial. Me refiero al Guggenheim Urdaibai, en el que Urtasun parece haber descubierto la discordancia palpable entre la visión aristotélica del desarrollo humano sostenible y las garantías ofrecidas de forma anticipada por Sánchez a sus acreedores pignoraticios, esos que en cualquier momento le pueden embargar el escaño. A Urtasun, fino chapoteador en lodazales repletos de batracios, no le gusta que su yo de carátula ecologista se desdoble con su otro yo ataviado con el 'outfit' de la disciplina sanchista. Y por eso escarnece el Guggenheim Urdaibai, lo sazona con no se sabe qué informes medioambientales, lo azucara diciendo que la decisión corresponde a los vascos y nos esconde que el rebozado se había hecho en la 'superfrier' de Teresa Ribera y su Transición Ecológica. Urtasun, suma y sigue.
Antes, mucho antes de que llegara en los años 90 la fascinación por las top models y por su protagonismo desmedido en la moda y en las pasarelas, quizás el mejor epítome de la belleza y la elegancia fuera Lisa Fonssagrives (1911-1992), la musa favorita de Dior, Balenciaga o Rochas, pero también la mejor imagen de la moda según la genial interpretación de fotógrafos como Horst P. Horst, Louise Dahl Wolfe, Erwin Blumenfeld o incluso Irving Penn, su marido y amor eterno. La Fonssagrives fue pura elegancia de movimiento, de gesto sensual y contenido, de perfecta interacción semiológica entre el cuerpo y la mente frente al objetivo; o incluso de expresión serena como reflejo de equilibrio emocional. Fascinante en esa foto de los 50 luciendo un abrigo-manto de Balenciaga o también sublime con su 'tailleur' negro en otra portada del Harper´s Bazaar de 1949. Esta semana la Casa Europea de la Fotografía en París le dedica una muestra con 150 fotos de los años 35 a 55. Sí, es la edad de oro de la fotografía de moda, la imagen excelsa de una elegancia imperecedera.
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