Canción, perreo y negocio

«Te quedé grande», TQG, canta Shakira con plena identificación del infiel desafecto, un estribillo también compartido esta misma semana por otra estrella colombiana, Karol G, que asimismo esparce con solidaridad artística el meneo y el conflicto amoroso entre la comunidad discográfica y las redes sociales, mereciendo por igual una secuela musical y un trending topic. Naturalmente, desde la tonadilla al cuplé o desde la copla al blues o a la canción romántica, todas las cosas del querer y el malquerer han sido causa y simiente del mejor expresionismo musical.

Las canciones del amor y el desamor son, faltaría más, el catalizador ideal para la gran expresión del desengaño doliente, ya sea con rencor o sin él. Pero nunca fueron, en cambio, un folletón serializado y con señalamiento de reo, testigos y verdugo, expuesto en la plaza pública para dictamen consultivo de las tertulias televisivas, para la ponencia de followers o haters en las redes sociales o, sobre todo, para marcar el rumbo hacia un nuevo filón discográfico.

De ahí que tenga razón Lidia García, autora de una recién terminada tesis sobre la estética camp y la cultura popular española, cuando dice que «la copla es el alivio de faena para gente que ha tenido que doblar el lomo». Pues sí, Shakira lo ha doblado por culpa de su infiel amante, pero se ha confortado con un desahogo similar al de las coplas de Quintero, León y Quiroga; lo ha petado a base de descargas en YouTube y encima ha dejado para la posteridad la romanza y el negocio del culé y la barranquillera, todo ello al precio de un fondo de inversión. Fan total de Shakira, oigan.

Tan distante como enigmático, tan temerario como osado en sus introspecciones jazzísticas. Fallecido Wayne Shorter, ya no queda nadie que pueda devenir heredero titular en la sucesión generacional de Charlie Parker o protagonista reconocido de esa página brillante en la evolución del jazz moderno en los últimos 50 años.

Porque Shorter estuvo en la insurgencia del bebop, en el hard-bop, en el post-bop, en la fusión pionera de Miles Davis, en la conceptualización del jazz a base de velocidad y misterio, en los devaneos del propio Miles con el rock y el funk, en la abstracción inicial de Weather Report, en su evolución posterior a los ritmos bailables o incluso en las colaboraciones comerciales con el pop.

Shorter y su saxo tenor o soprano nos dejan la elasticidad formal y la volatilidad coherente de la mejor libertad jazzística, además de sus huellas en los Jazz Messengers de Art Blakey, en el segundo quinteto de Miles, en sus maravillosos solos de prodigiosa inventiva o naturalmente en la influencia de su música en la amplia nómina de socios de muchas aventuras jazzísticas.

Hay un Londres neblinoso que se dibuja por culpa de Charles Dickens en la memoria de nuestras primeras lecturas, con el miserable Fagin castigando a los niños, con el egoísta Scrooge, con el caricaturesco criado Sam Weller o con su amo Pickwick. Un Londres decimonónico, injusto, gris en sus húmedas piedras, de tristes desigualdades victorianas y con la niebla o el esmog por todas partes, río arriba o río abajo, como atrezzo literario para dejar en la memoria la efigie de la ciudad moderna e industrial. Estos días, el Museo de Londres le dedica a la niebla de Dickens una muestra que resalta su influencia estética y literaria en la obra del escritor, quizás una metáfora de la confusión y la irrealidad, de la incertidumbre ante un nuevo milenio o de ese mundo que ahora vuelve con la preocupación medioambiental, buscando la misma redención que alcanzó Scrooge tras la visita de los fantasmas.