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Lo mismo que en España todo el mundo sabe de futbol y medicina, de la Campos y de su longevo oficio en la comunicación y en su retiro obligado todo el mundo opina con la misma autoridad del maestro Ciruelo.
Casi siempre, favorablemente. Un gran ... mérito, en todo caso, porque la Campos se encumbró como emperatriz del share con el fervor popular a base de proximidad y vocación, mediante un casticismo malagueño envuelto en una modernidad televisiva con ínfulas cosmopolitas, dejando atrás la impronta arrogante y demagógica en las ondas de Encarna Sánchez o incluso el estilo amanerado a lo Walter Cronkite de Hermida -su maestro- en el tardofranquismo o en los albores de la Transición.
Al igual que este último, la Campos creó en las mañanas escuela y apóstoles, prosélitos y aprendices, todos ellos diseminados hoy por radios y televisiones, huérfanos de referente y de modelo que garantice el trabajo en los platós o el triunfo en la disputada guerra por las audiencias.
Cierto que la Campos innovó en el «day time» televisivo, por igual revolucionando las mañanas o cambiando el Tutti Frutti de la estética de las Mama Chicho en Telecinco, a base de españolizar para la actualidad un inteligente formato adaptado del mundo anglosajón, en el que cabía tanto el debate político, la prensa rosa, las entrevistas y el humor.
Pero, más allá de su oficio o de su éxito longevo en la televisión, quizás la verdadera adoración popular por la Campos naciera de su impronta humana, de una personalidad con fortalezas y debilidades nunca escondidas, de su empeño por perpetuarse con algunos programas innecesarios, de sus publicitados dramas personales y amorosos o incluso de su evidente nepotismo, todo lo cual no solo nunca le pasó factura, sino que la convirtió en un personaje próximo, reconocible y venerado por un público que ahora considera su desaparición como un verdadero duelo nacional.
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