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Mantenía Helmut Berger en su disoluta decadencia ese rayo de belleza que pervive en las cosas imperfectas, ese atisbo de encanto estético que ya solo se sostiene con la sensualidad de la nostalgia o con el fatalismo ante lo que se adivina cercano. Se le ... veía en estos últimos años por Ibiza, asilado de amigo en amigo o de piscina vital en piscina vital, casi como Burt Lancaster en 'El Nadador' o casi como un herido torturado por culpa de su protagonismo indiscutible en la atmósfera elegante y dramática de Visconti o en la posterior crónica divertida de un rosario de escándalos y perversiones alcohólicas y sexuales. Pero lo había dicho en esa autobiografía de frágil memoria que publicó en 2015: «A los que solo recuerden los escándalos que marcaron mi vida, les recomiendo que se unan a la lista de personas que ignoro totalmente». Así que, con el recuerdo de su belleza joven o tardía, efímera en todo caso, o incluso con esa desafección frente a la crónica amarilla, de Helmut Berger tiene que quedar el mejor estereotipo actoral del personaje bello y torturado, travestido de Marlene Dietrich o reprimido y reinante en sus pulsiones sexuales, esculpido sabiamente por su protector y amante, Visconti, pero siempre con la materia indispensable de un talento personal, de un atractivo tan carnal como pasional o de una colosal capacidad dramática, casi enfermiza, capaz de definir a los grandes actores en dos o tres películas, en una larga carrera o incluso en la simple fugacidad fotogénica de un gesto. Berger nunca fue Delón, tan bello pero mucho más disciplinado e inteligente que él, aunque el impúdico rastro de su dramatismo elitista y genial, tan real como de ficción, quedará en la memoria cinéfila.
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