
Que nadie crea que la industria musical ha llegado al final en la transformación de su negocio, ahora asentado establemente en el streaming de las ... plataformas y en los ingresos de las grandes giras y conciertos. Es verdad que el éxito del consumo musical a través de Spotify, Apple, Amazon, Google o YouTube no solo ha puesto fin al declive en las ventas del formato físico, sino también a ese pirateo que estaba socavando los cimientos del negocio. Pero la sensación de que el streaming ha inaugurado una época floreciente y estable para la música es ciertamente engañosa. A mediados del año pasado existían 500 millones de abonados de pago a las plataformas del streaming musical, a lo que hay que añadir otros cientos de millones de personas que las utilizan de forma gratuita a cambio de publicidad.
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El problema es que este vertiginoso desarrollo, casi un perfecto oligopolio tecnológico, no se ha acompasado con un esquema adecuado de retribución para los creadores e intérpretes musicales. Véase que esta retribución es distinta en cada país, varía por el tipo de suscripción, se calcula por el número de escuchas y encima su ingreso debe repartirse entre todos los integrantes de la cadena: plataformas, casas de discos, compositores, productores e intérpretes.
En otras palabras, la plataforma es la que más gana y el negocio solo es rentable para los grandes artistas que generan muchas descargas, aunque no tanto para la mayoría. Además, las recientes ventas de los catálogos de muchas de las grandes estrellas -Springsteen, Dylan, etc…- a los fondos de inversión están incrementando la preminencia corporativa sobre la creación musical, algo que también se ve agravado por la lenta recuperación tras la pandemia de los ingresos de los músicos por las giras y los conciertos. Todo ello está generando un enorme descontento. Un descontento creciente de los creadores musicales que podría convertirse, más pronto que tarde, en una rebelión o en un boicot contra las plataformas y contra un modelo de negocio que parecía una solución estable y floreciente para la industria musical.
Cine
Decididamente las galas y las noches de entrega de los grandes premios del universo cinematográfico se han convertido en un reto de imposible superación. Pasa en los BAFTA ingleses, en los Goya de España, en los Cesar de Francia y por supuesto en los Oscar de Hollywood, donde la opinión sobre los guiones de la gala, la gracia o no de los presentadores y el rating de espectadores en la retransmisión televisiva elevan la presión. En España el mediocre guion y el hecho de optar por una presentación excesivamente coral en los últimos Goya explican el aburrimiento general de su audiencia. Para los Oscar del 27 de marzo ya se anuncia una noche con tres presentadoras, las actrices Regina Hall, Amy Schumer y Wanda Skyes, como solución para una gala de audiencia televisiva declinante. Desde que el humorista Jimmy Kimmel presentó la gala en 2018, parece que el modelo de contar con un gran 'entertainer' se ha desechado. En España ha pasado lo mismo. A la Sardá, a Resines, a Corbacho, a Dani Rovira y a Buenafuente se les criticaba, pero ahora también se les añora...
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Política cultural
Cierto que la pandemia ha obligado a muchas improvisaciones políticas. Pero, por muy contradictorio que pudiera parecer, también era posible algo más de previsión o algo más de sensibilidad con respecto a ciertas instituciones culturales. Es el caso de la ópera de ABAO, que se ha quedado sin margen de maniobra al liberalizarse los aforos a partir del pasado lunes 14, teniendo que asumir en el doble programa estrenado esta misma semana el sobrecoste de cinco representaciones y la imposible comercialización de entradas con tiempo suficiente, una vez que decayó el límite de los 800 espectadores. Si ya desde la primera semana de febrero se sabía que el lehendakari iba a declarar el 11 de febrero la finalización de la emergencia sanitaria, ¿no podría haber anticipado algo el consejero del ramo a la ABAO. ¿No sabía nada el consejero? ¿Tan difícil era la comunicación?
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