Crítica de 'Una ballena' (2024): Las zonas oscuras

Vemos, con un gorro de baño negro ciñendo su cabeza, a Ingrid (que usa el cuerpo de Ingrid García Jonsson, pero es otra criatura diferente a las del resto de sus películas) y sabemos que se va a quedar con nosotros. Por su certera y pulcra forma de matar, por sus aires de extraterrestre recién aterrizada entre nosotros (o mejor, de monstruo marino recién asomado a la superficie), porque es enigmática hasta en su forma de mirar, por su singularidad (sólo se nos ocurre compararla con una Lisbeth Salander sin rabia).

Lo mismo cuando vemos a Ramón Barea (¿hace falta insistir en lo gran actor que es?) dando cuerpo y alma a Melville (el autor de 'Moby Dick' tenía que asomar por aquí), un hombre muy inteligente, muy vivido y muy solitario, que sólo tiene en su vida ese puerto feo en el que hace contrabando, ese puerto del que le intentan echar.

Producida por Leire Apellaniz, 'Una ballena' es una película más de atmósfera que de narración. De atmósfera húmeda y nocturna, con personajes que se adentran en las zonas oscuras de la realidad y de la pantalla (como vimos en 'Under the Skin' de Jonathan Glazer). Quizás la propia película se quede también en una zona oscura, demasiado hierática para funcionar como 'thriller' al uso, demasiado indescifrable para funcionar como película fantástica al uso, demasiado personal para armonizar elementos discordantes.

Y sin embargo, cuesta no dejarse arrastrar por el carisma de Ingrid y Melville, por estos perdidos monstruos marinos y terrestres, por espacios sobrecogedores con sabor a salitre, sangre y un extraño líquido blanco.