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Si no existiera Francis Ford Coppola, habría que inventarlo. Suena a perogrullada pero viene al caso para defender su última propuesta, 'Megalópolis', tan fallida como memorable. Firma un filme caótico, repleto de ideas, demasiadas, que, lejos de explotarle en las manos, se erige como un 'tripi' audiovisual delirante, barroco por momentos, deformado y hortera, deliciosamente errático. Hay discurso e intención autoral en este capricho que el máximo responsable de 'El padrino', y otros clásicos de nuestro cine, ha pagado de su bolsillo, luego suya es la fiesta. Hay riesgo, valentía y atropellamiento, también petulancia, en una narración que se torna videoclipera cuando toca avanzar en la acción. Se nota que ha habido hachazos en el montaje para reducir el metraje de una obra excesiva que ha sido recibida con tímidos aplausos en la sección Perlak del Festival de Cine de San Sebastián, donde opta al premio del público tras sembrar filias y fobias a su paso por Cannes. El veredicto final sobre este caleidoscopio lisérgico, con trazos evidentes de tragedia griega y ambiente shakespeariano, citas textuales incluidas, será a partir de este fin de semana, ya disponible en las salas de cine, donde alguna sorpresa original, que es mejor no mentar, quizás se pierda.
Coppola firmó en los años noventa su gloriosa versión de 'Drácula', un prodigio visual con inmensas referencias artísticas que provocan un goce especial en el espectador desprejuiciado. Más de treinta años después ha recuperado un proyecto largamente acariciado, a modo de testamento vital como contador de historias, en el cual ha querido incluir demasiadas sensaciones. No había firmado nada tan interesante en tres décadas (olvidable es 'Jack', y más aún 'Tetro' o 'Twixt').
Estamos ante un filme mastodóntico, donde se nota el dinero que se ha gastado para llevarlo a cabo, con un diseño de producción loable y un agradecido final optimista. A las puertas del apocalipsis, con claros paralelismos con la política actual, la película acaba abriendo las puertas a la esperanza. Coppola confía en la capacidad del ser humano de empatizar consigo mismo. Piensa que la generosidad acabará venciendo a la codicia. Lejos de volarlo todo y sembrar la anarquía, se decanta por el renacimiento de nuestra especie desde la gratitud, retratando algunos roles grotescos que pululan por nuestra vidas (desnudos a través de las redes sociales y televisiones).
En 'Megalópolis', definida concienzudamente como una fábula por su propio autor, está todo lo bueno y todo lo malo del cine de Coppola, para bien y para mal. Se nota la mano de su hijo Roman, especializado en el mundo del videoclip, con algunos recursos visuales que funcionan a la hora de resumir acontecimientos o mostrar las emociones de los personajes en una propuesta densa, de difícil asimilación, según el ánimo del espectador.
La historia distópica se sitúa en una América futura que se mira en el Imperio romano, con pan y circo. Un arquitecto egocéntrico, César Catilina, interpretado por Adam Driver con su arrojo habitual, pretende construir una ciudad idealizada donde no existan las desigualdades. A su alrededor, la lucha de poderes se recrudece en una hoguera de vanidades.
El resto del nutrido reparto cumple con la épica buscada por Coppola, cegado por el deseo de filmar una obra magna que patina más de la cuenta por un claro exceso de ambición. Hay que aplaudir que se haya metido en tamaño berenjenal, quemando sus ahorros, en una época en la cual cada vez resulta más difícil encontrar perfiles creativos como el suyo en el mainstream de EE.UU. Queda su colega Scorsese, al que apadrina Netflix, y poco más, con Tarantino amenazando con que cuelga el delantal.
'Megalópolis' solo la puede hacer Coppola. Es única, con sus muchos errores y llamativos aciertos. Es pura extravagancia. No es buena ni mala, sino todo lo contrario, y hay que celebrar que exista. Él se lo guisa, él se lo come, y quien se acerque a este entretenimiento metafórico con ganas puede encontrar diálogos y escenas jugosas que se mueven entre el ridículo, la genialidad y la osadía.
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