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Demasiada simplificación tópica el querer reducir la inmensa carrera de Marisa Paredes al titular de 'chica Almodóvar', cuando la actriz nunca fue ni una estrella de fama sobrevenida y efímera, solo encumbrada en el casticismo vanguardista del manchego durante el despegue de la Movida, ni ... mucho menos una chica de moda abrigada con la fotogenia y el físico de una starlette o con la gracia celebrada en la posmodernidad de una influencer acunada en la televisión o en las redes sociales. Menos tópicos, por favor, ya que Marisa Paredes venía del esforzado semisótano de la profesión, es decir, ni más ni menos que de un meritoriaje juvenil en la compañía teatral de la gran Conchita Montes, después de la nómina creativa de aquel Nuevo Cine Español de los 60, el de la apertura y la ruptura, o ya más tarde de la tercera vía de la cinematografía española en los 70, un puente de oro que le permitió afrontar la profesión en los 80 con una notable calidad interpretativa en su inicial madurez. Como en la leyenda de las grandes actrices de Hollywood, Marisa Paredes tenía el rostro atractivo de Venus, el cerebro de Minerva, la gracia de Terpsicore, la figura de Juno y la piel de un rinoceronte, dermatología necesaria para afrontar con éxito una larga y fructífera carrera. De modo y manera que cuando Marisa Paredes llegó y enlazó con la estela ascendente de Almodóvar, su impronta de gran actriz le permitió pasar fácilmente de la segundona y surrealista Sor Estiércol de 'Entre Tinieblas' a la Huma Rojo de 'Todo sobre mi madre', una sombra cierta y equilibrada de Blanche DuBois o una 'primus inter pares' sobre el resto de las chicas Almodóvar, cuya formidable interpretación es fundamental a la hora de explicar aquel tránsito entre las comedias frescas pero endebles y locales del manchego, y su cine posterior más melancólico, profundo y de dimensión universal.
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