Crítica de 'La hija del ladrón' (2019): Una chica como las demás

Hay una imagen que define con extrema precisión la geografía urbana en la que se enmarca 'La hija de un ladrón': es la foto fija de un paso elevado sobre una autovía de seis carriles que conecta dos barrios marginales en el extrarradio de una gran ciudad. Forma parte del paisaje de fachadas de estética obrera, aceras estrechas y muros de hormigón en el que el personaje interpretado por Greta Fernández se busca la vida, siempre a caballo entre trabajos basura y la inestabilidad de un piso tutelado para madres solteras.

Vive para sobrevivir porque no existe otra opción, agarrada a un presente sin futuro que comparte con miles de chicas de su edad. A veces tiembla, se dibuja en su cara una medio sonrisa y corre al encuentro del padre de su bebé de tres meses, aunque el amor que fue ya no es correspondido y poco a poco se vacía la esperanza de que construyan un futuro en común. Es una chica normal, como tantas otras, con la particularidad de que su padre es un ex convicto que asalta su intimidad para violentarla llevándola a un extremo en el que pierde la razón. «No puedo cortar con él, lo llevo en la cara». Así es como define Sara las ligaduras tóxicas que le atan al hombre con el que se disputa la guardia y custodia de un medio hermano al que no puede ofrecerle más que un techo precario y un poco de amor.

Todo esto lo cuenta Belén Funes en una modélica ópera prima escrita con imágenes a quemarropa que delatan su filiación con los hermanos Dardenne. Es cine social, riguroso y anti discursivo, puntuado por silencios y planos cortos que maduran las emociones a través de un montaje coronado por un fundido en blanco demoledor. Y sabe a verdad, en parte gracias a la generosidad con la que Greta y Eduard Fernández se prestan a retorcer los lazos que los unen en la vida real.