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Fue el viernes 11 de abril de 2003. La Fundación de la Catedral de Santa María de Vitoria cerraba su ciclo 'Encuentros en la Catedral' ... con una charla de Mario Vargas Llosa, que acababa de publicar 'El Paraíso en la otra esquina'. El acto tuvo lugar en el Teatro Principal, en el que no había una sola butaca libre. La Fundación me había propuesto presentar al escritor, ofrecimiento que acepté encantado. Un par de horas antes, me reuní con él y con Juan Cruz, que lo acompañaba en la minigira de promoción del libro. Fue una charla distendida, repleta de anécdotas, a la que yo asistí en realidad casi como testigo mudo, porque era Juan Cruz quien preguntaba y con frecuencia le recordaba episodios que habían vivido juntos. Entre ellos, la experiencia del hispanoperuano como narrador radiofónico de fútbol durante el Mundial de 1982.
Salimos al escenario del Principal y, siguiendo la pauta prevista, leí unas pocas líneas de presentación que incluían un juego inevitable: aquello iba a ser una conversación en la Catedral, pero en este caso una de tipo bien distinto. A partir de ahí, Vargas Llosa comenzó a hablar. Sin un papel, sin dejar ni una frase sin terminar, sin un solo desajuste en el relato. Habló de los constructores de catedrales, del papel de estas en la Edad Media, de las agujas que apuntan al cielo, de las oraciones que en ellas se pronunciaban, de los ritos, de la fe… Poco a poco, el relato derivó hacia las utopías y de ahí a su novela, que traza las trayectorias de Flora Tristán y su nieto Paul Gauguin. Si la primera perseguía la ampliación de los derechos de mujeres y trabajadores, el segundo buscaba el Paraíso en la Tierra, hasta su llegada a Tahití. De nuevo, el relato fue derivando hasta encaminarse otra vez a las catedrales y más en concreto a la de Vitoria antes de terminar la charla.
Su intervención duró casi una hora y en ese tiempo los asistentes parecieron víctimas de un hechizo. Ni un ruido, ni una tos, ni un segundo de pérdida de atención. Quienes estuvimos ese día en el Principal asistimos a lo más parecido a un prodigio: el gran escritor nos demostró que era, antes incluso que eso, un narrador oral inigualable.
Era también una persona respetuosa con los periodistas. Un grande que no miraba por encima del hombro a los plumillas que iban a entrevistarlo. Me lo había demostrado solo diez días antes. Yo había viajado a Madrid para hablar con él sobre 'El Paraíso en la otra esquina'. La cita era en su casa, un dúplex muy cerca de la Plaza de las Descalzas. Cuando subí hasta su piso, me estaba esperando: quería pedirme disculpas porque había surgido un imprevisto y no había podido localizarme para avisarme de ello. El asunto era que había muerto su amigo el pintor Eduardo Úrculo y él tenía que ir a la ceremonia de despedida. Me aseguró que no tardaría más de una hora. Y cuando yo le comenté que no había problema, que me iba a dar una vuelta y regresaba, me dijo que no. Que era mucho mejor que me instalara en el salón de su casa, mientras su esposa Patricia y él iban al tanatorio. Y así lo hice: me quedé curioseando en su gran biblioteca. Hasta su regreso (más o menos una hora después, como me había anticipado) apareció un par de veces la doncella para ofrecerme café y pastas. ¿Cuántos escritores, artistas, políticos, empresarios, habrían hecho un ofrecimiento así a un periodista al que tampoco conocía tanto?
Fue en ese lugar, durante una entrevista con motivo de otra novela y tras una dolencia cardiaca que hizo necesaria su hospitalización, cuando Vargas Llosa hizo una confesión íntima al periodista. Estábamos sentados en una pequeña terraza en la misma casa de Madrid, yo tomaba notas de cuanto decía y al escuchar mi pregunta sobre si aquel problema de salud había cambiado algo su manera de ver la vida se detuvo un instante, miró hacia la calle, volvió luego sus ojos hacia mí y me dijo: «Es preciso vivir como si la muerte fuera un accidente; algo que puede llegar pero con lo que no se cuenta». La lección de vida de un fabuloso narrador.
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