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José María Íñigo nació en la calle Carmelo Gil y de pequeño visitó el Arriaga con una frecuencia poco habitual. Su padre era el electricista que se encargaba de los focos del teatro y eso favorecía que aquel niño fascinado viese una y otra vez ... cada función, cada concierto, cada zarzuela. El otro gran pasatiempo infantil de José María Íñigo consistía en observar desde el puente de Cantalojas los trenes que salían de la estación del Norte. Lo recordaba hace unos años en un programa de televisión, desde el mismo puente de San Francisco, junto a su hija Piluca: «Yo creo que tenía algo en el subconsciente que tenía que ver con la huida, con marchar, con querer ver mundo».
Si es cierto que las biografías encuentran en la infancia un argumento perfecto, la de José María Íñigo quizá pueda explicarse con esos dos pasajes infantiles. Por un lado, los focos inaugurales del Arriaga, el amor por la música, el sentido del espectáculo. Por otro, la intuición de que más allá de la ciudad plomiza aguardaba un mundo que descubrir. No deja de obedecer al tópico bilbaíno que la concreción de ese mundo fuese Londres. En algún momento de los años cincuenta, Íñigo debió de ser el único habitante de la ciudad que hablaba inglés sin necesidad de ser ingeniero. Estudió el idioma por su cuenta y hace algunos años le contaba en una entrevista a Alfredo Casas que incluso intentó sacarse un dinero ofreciéndose al Ayuntamiento para darles clases a los guardia de circulación.
Tras el 'Swinging London' (clubes, pelo largo, casacas militares), aquel joven inquieto se convertiría primero en el locutor de radio más vanguardista de Bilbao y después en el presentador televisivo más famoso e influyente de España. Su popularidad alcanzó niveles abrumadores y su prestigio aumentó con los años enlazado a una idea de modernidad.
A lo largo de su extensa trayectoria, siempre se le notó el troquel de esta ciudad en su mejor versión: la llaneza exenta de grosería, el bonvivantismo exento de afectación, la ironía exenta de descanso o esa particularísima capacidad para terminar evidenciando la dulzura de los temperamentos esquivos. Encendías últimamente la radio y todo aparecía sin el menor énfasis, con la mayor naturalidad. Nunca se marchó del todo el chico que veía salir trenes desde el puente de Cantalojas.
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