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Unas cajas de detergente colgadas de la pared, con las que el mexicano José Dávila defiende que los productos de consumo también pueden acabar en un museo y que no cabe distinción posible entre alta y baja cultura. El Pinocho del clásico de Disney flotando ... boca abajo en un estanque, como si se hubiera caído de las alturas o suicidado; su autor Maurizio Cattelan, titula la pieza 'Papá, papá', las últimas palabras de Cristo en la cruz. Un gigantesco volante o pluma de bádminton que se asemeja a un pulpo y con el que Claes Oldenburg y Coosje van Bruggen ironizaron sobre la arquitectura del Guggenheim de Nueva York, obra de Frank Lloyd Wright, cuando tomó su icónica rotonda. A algunos les sonará, porque colgó en el atrio del museo bilbaíno cuando se inauguró hace 26 años.
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La muestra 'Signos y objetos. Arte pop de la Colección Guggenheim', del 16 de febrero al 15 de septiembre, derrocha humor y provocación. Cuarenta obras de 17 artistas que nacieron para estar estampados en camisetas, sin distinguir entre la publicidad y el arte, el producto de la obra maestra. En el arte pop las ideas quedan abolidas. No hay mensaje, sino celebración. «Los artistas pop se apropian de la cultura popular para celebrarla o criticarla, o ambas cosas a la vez», ilustra Juan Ignacio Vidarte, director del Guggenheim Bilbao. Las comisarias Lauren Hinkson y Joan Young añaden las fuentes de inspiración: «Los anuncios, los cómics, lo cotidiano. Los artistas se apartan de la expresividad del expresionismo abstracto».
El arte pop nació en el Reino Unido a finales de los 50 pero obtuvo validez institucional gracias a una exposición en el Guggenheim de Nueva York de 1963 comisariada por el británico Lawrence Alloway, que acuñó el término 'arte pop'. El museo bilbaíno divide el grueso de la muestra en dos salas: Signos y Objetos. A la primera pertenecen las piezas de Richard Hamilton, considerado el padre de este movimiento, como los relieves en fibra de vidrio de la fachada del Guggenheim de Nueva York inspirados en una tarjeta postal. La repetición y la reproducción de la imagen son señas de identidad del arte pop. De Andy Warhol hay dos obras: 'Desastre naranja nº 5' (1963), confeccionada mediante la serigrafía, una técnica de producción comercial en masa ajena entonces al arte, y un impresionante Autorretrato inundado de 'gravitas' y fechado apenas un año antes de morir.
Warhol llamó a su estudio 'The Factory', la fábrica, como si cualquiera pudiera ser un obrero del arte y manufacturar obras en masa. A Roy Lichtenstein, con cuatro cuadros en la exposición, lo acusaban en sus inicios de ser frío y plano, sin emoción. En sus lienzos simulaba los puntos de la trama de impresión empleada en cómics y periódicos. Por su parte, James Rosenquist, de quien se ha bajado de la tercera planta a la segunda su espectacular 'Cápsula flamenco', utilizó sus conocimientos como pintor de carteles, recortando imágenes de anuncios y empleando pintura comercial.
La muestra del Guggenheim no solo ha seleccionado a nombres icónicos del movimiento, como Robert Rauschenberg y Claes Oldenburg, de quien se expone un 'Teléfono público blando' en vinilo que provoca unas irresistibles ganas de apretarlo. Las comisarias estadounidenses también han buscado artistas fuera de sus fronteras y mujeres, para que esto no fuera una muestra de hombres blancos. Como la griega Chryssa, emigrada a Nueva York y deslumbrada por los neones de Times Square, a los que remite su pieza. O la francesa Niki de Saint Phalle, que acaparará muchas fotografías con su colorista casita de formas femeninas.
Al arte pop pertenecen los 'happenings', las performances que bebían del dadaísmo y que buscaban agitar una sociedad que en los 60 ya empezaba a abrazar el consumismo. Una bolsa gigante de la compra de Lucía Hierro o los carteles de cine rotos de Mimmo Rotella son ejemplos de un movimiento que huía de la pompa trascendental. En una vitrina, a la manera de un escaparate, Josephin Meckseper parece poner a la venta 'merchandising' de 'Los pájaros' de Hitchcock. El ciclópeo 'Volante suave' de Oldenburg y Van Bruggen transforma lo trivial en sublime. Nos dice, en el fondo, que un museo no solo es sede de la educación y la cultura, sino del ocio y el entretenimiento.
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