Agustín Ibarrola junto a sus nietos en el bosque de Oma en 2001. E. C.

El sillón vacío de aitite

Un nieto de Agustín Ibarrola le dedica unas palabras: «Intentaré buscar su espíritu en la corteza de los árboles pintados, en el trazo de los lienzos abstractos o en la textura de sus esculturas de acero corten»

Sábado, 18 de noviembre 2023, 00:54

No he sido consciente de que aitite ha muerto hasta que he visto su sillón vacío. Durante los últimos años pasaba horas y horas sentado frente a la ventana, oteando el paisaje infinito del valle de Oma. Ahora lamento no haberle preguntado con más detalle ... sobre su inabarcable vida. ¿A qué jugabas durante la posguerra? ¿Por qué empezaste a pintar? ¿Cómo eran las asambleas clandestinas del Partido Comunista? ¿Qué hiciste durante los seis años que pasaste encarcelado? ¿Tuviste miedo cuando la Guardia Civil incendió vuestra casa? ¿Qué sentiste la primera vez que ETA atentó contra el bosque pintado? ¿Te acostumbraste a vivir amenazado de muerte?

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Porque aitite representa una pieza única que no encaja en ningún puzle maniqueo de la Historia. A pesar de lo que diga Wikipedia, nació en Bilbao y se crio en Basauri, sobrevivió a la Guerra Civil y pasó muchísima hambre, vivió el nacimiento de los sindicatos obreros, fue torturado en los sótanos de una comisaría, compartió gloria y miseria con su hermano Josu, luchó contra la opresión totalitaria del franquismo, conoció a personajes legendarios, se enfrentó al terrorismo nacionalista, vivió con escolta durante doce años claustrofóbicos… Y sin ningún precedente en la familia, se convirtió en uno de los grandes artistas de su generación.

El valle de Oma es para mí y para mi hermano Naiel un refugio, un búnker de belleza y cultura, un faro que señala el camino a casa. Y, por eso, ese sillón vacío nos resulta especialmente doloroso. A aitite le debemos mucho de lo que somos y de la maravillosa familia en la que nos hemos criado. Echaré de menos sus carcajadas, su capacidad para combinar la txapela con las deportivas fosforitas, sus relatos fantasiosos, sus 'peliculinas' de vaqueros, sus chistes escatológicos, su apetito voraz, sus largos abrazos… Ahora que no volverá a sentarse en ese sillón, intentaré buscar su espíritu en la corteza de los árboles pintados, en el trazo de los lienzos abstractos o en la textura de sus esculturas de acero corten. Esa es, al fin y al cabo, una de las grandes ventajas de ser el nieto de un artista.

«El tiempo cicatriza las heridas, pero también es implacable», escribió mi padre José hace ya unos años. «El ciclo vital de las personas es pequeño y apenas permanece en la memoria de quienes quieren recordar. La huella del artista es, quizás, una de las pocas herramientas que tenemos para reconocer la libertad». Y como no podía ser de otra manera, las últimas palabras de aitite fueron una declaración de rebeldía, una blasfemia en toda regla, un «¡me cagüen…!» que resonó en su habitación del hospital. No estoy seguro de cuál era el motivo de aquel juramento, pero me parece una despedida perfecta para un hombre verdaderamente libre: se marchó de este mundo desafiando al único que podría, si eso, abrirle las puertas del Cielo.

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