![Adiós al viejo bosque](https://s3.ppllstatics.com/elcorreo/www/multimedia/202002/16/media/cortadas/oma16-1-kFCE-U10016867476141D-1248x1200@El%20Correo.jpg)
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Hace casi 40 años, el artista Agustín Ibarrola pidió permiso al dueño de un pinar cercano a su casa para trazar marcas de tiza en algunos troncos. Puede parecer una formalidad excesiva, pero los signos que se dibujan en el monte tienen cierta dimensión trascendente ... , de vínculo entre lo humano, lo natural y lo sagrado: «Hay que tener cuidado con las marcas, porque esto es muy telúrico. Un mojón o una marca funcionan como divisiones del mundo, no puedes ir señalando los árboles impunemente», resume Jose Ibarrola, hijo mayor de Agustín y también creador plástico. Aquellas primeras pruebas, simples titubeos que trataban de proyectar una intuición artística sobre la corteza de los pinos, se fueron convirtiendo poco a poco en el bosque pintado que todos conocemos, tantas veces utilizado como símbolo de Bizkaia y de Euskadi.
O, al menos, creemos conocerlo, porque el Bosque de Oma, en Kortezubi, sigue sorprendiendo cada vez que se visita. Se trata de uno de los rincones más fotogénicos del País Vasco, pero, a la vez, la fotografía se revela radicalmente incapaz de hacerle justicia: el bosque envuelve al caminante en su misterio, su silencio y su luz tamizada, es un entorno prodigioso en el que las imágenes aparecen, desaparecen, se van formando y descomponiendo al capricho del itinerario y la perspectiva. «Aquí hay un disfrute que es la suma de varios: el paseo por el bosque, el aroma, el silencio, los sonidos a los que no estás acostumbrado en la ciudad... La obra es un factor más. Además, es muy participativa: hay que reconstruir la imagen desde un punto concreto. Los chavales se vuelven locos», analiza Jose, un poco nostálgico de los tiempos en los que el bosque contaba con un plus de espesura: «Esas laderas peladas de alrededor estaban cubiertas de árboles y el bosque era más penumbroso, más mágico, te metías en su corazón y se producía un efecto de cueva».
Ahora el Bosque de Oma está enfermo, herido por la 'peste del pino', y también se le ve ya viejo, porque estos árboles de explotación industrial nunca estuvieron llamados a perdurar. El recinto lleva tiempo cerrado a las visitas y la Diputación y la familia Ibarrola han desvelado esta semana el proyecto de 'trasladarlo' a una nueva ubicación, a través de una réplica que emplee como soporte árboles más nobles y resistentes. El recorrido por el bosque en compañía de Jose adquiere, por tanto, cierto aire de despedida: algunos de los troncos lucen, además de los diseños de Agustín, un punto rojizo que no forma parte del trabajo pictórico. Esa marca, tan diferente de aquellos esbozos prometedores que trazó el artista, los identifica como condenados a la tala.
«Mi padre salía a pasear y vio que aquí podía jugar con todas esas cosas que pensaba sobre la interactividad plástica, la bidimensión y la tridimensión», evoca el hijo. El reto artístico era complejo, pero la exigencia física tampoco resultaba desdeñable: había que pintar sobre cada árbol, en laderas a menudo escarpadas, y apartarse una y otra vez, para comprobar que la colocación y el grosor de los trazos eran los adecuados para generar la sensación de continuidad con otros troncos situados a varios metros. «Él se construyó una escalera ergonómica con ramas, atada con cuerdas, que ajustaba perfectamente al suelo aunque tuviese algún peldaño torcido, y a veces venía con mi madre para que le ayudase. Tardó años. De vez en cuando, se enfrascaba en un tema», recuerda Jose. La popularidad del bosque creció gracias al boca a boca, con una rapidez insólita para aquellos tiempos sin redes informáticas. Un momento clave fue la publicación de un reportaje en la revista 'Ronda Iberia', que empezó a atraer a extranjeros hasta este rincón de Kortezubi, a tiro de piedra de la cueva de Santimamiñe. «En la familia, el hito fue cuando vino un equipo de la televisión japonesa, de un concurso en el que tenían que acertar cosas sobre el lugar que les mostraban. Nos enviaron una copia del programa: los concursantes, auténticos linces, averiguaron lo que tenían que averiguar en menos de un minuto, pero el equipo se había quedado aquí unos cuantos días. El dueño del pinar los subía en tractor».
Las sensaciones del visitante fluyen a medida que recorre los distintos conjuntos pictóricos, que van desde la engañosa sencillez de una línea recta que atraviesa varios árboles hasta la ambición multicolor del enjambre de ojos, presidido por un gran ojo blanco. Algunos inspiran un cálido bienestar (es el caso del 'Arcoíris de Naiel', homenaje de Agustín a su primer nieto), pero también hay tramos que resultan vagamente inquietantes, al estilo de las siniestras amenazas que esconden siempre los bosques de los cuentos: en 'La marcha de la humanidad', el visitante se ve acechado y acosado por siluetas que le van saliendo al paso. El recorrido, en un silencio puntuado por trinos de pájaros y zumbidos de abejorros, tiene algo de alucinógeno, con apariciones tan desconcertantes como las figuras de 'Los motoristas'. «Cuando mi padre estaba pintando, hubo una época en la que venía por aquí gente con motos de 'trial'. Él oía el ruido y, como no ha conducido nunca y cualquier cosa con motor le parecía de marcianos, acabó pintando unos motoristas de circuito de carreras», sonríe Jose.
El Bosque de Oma ha tenido una biografía azarosa, hasta el punto de que la web del artista incluye un apartado específico de «desidias, talas y atentados». Aunque es propiedad de la Diputación desde 1989, algunos propietarios que no habían vendido sus parcelas acabaron cortando los árboles. Así desaparecieron varios conjuntos pictóricos. Además, la relevancia de Agustín Ibarrola en la lucha contra ETA acabó trasladándose a los pobres árboles, que sufrieron sucesivos ataques de grupos radicales. «Simbólicamente los define mucho. Debía de ser mucho trabajo talar el pino entero y se dedicaron a mellar la pintura con un hacha», reprocha Jose. Aunque los visitantes solían mostrarse muy respetuosos, también ha habido algunos, inmunes a la magia, que han dejado su fea huella: uno de los pinos muestra una pintada de gran calibre que dice 'Go vegan', hazte vegano, mucho más visible que los síntomas de la 'peste' forestal, a menudo difíciles de descifrar para el profano.
La Diputación y la familia buscan ahora la ubicación ideal para el nuevo bosque pintado. Jose Ibarrola compara el proyecto con el traslado de un baile, que puede mantener el mismo espíritu a la vez que se acomoda a otro entorno. «El planteamiento es sencillo de trasladar. No hay que intentar reproducir exactamente las obras, sino tener clara la idea y buscar la localización: no tendría sentido trasladar esto a un espacio urbano o cerrado. Y después habrá que adaptarse al sitio. Mi padre, en sus dibujos preparatorios, no usaba un plano topográfico: lo hacía mentalmente, empezaba con un árbol, se encaraba a él... Es, además, un buen momento para recuperar lo que se ha perdido, con la ventaja de tener ya la experiencia de este bosque».
500 árboles pintados correspondientes a 61 conjuntos artísticos componen en la actualidad el Bosque de Oma. Hubo más, pero algunas zonas del pinar fueron taladas por sus dueños. El bosque, que sufrió varios ataques de radicales, es propiedad foral desde 1989.
En familia
La relación de Jose Ibarrola con la obra de su padre -que actualmente tiene 89 años y, como su bosque, arrastra el cruel desgaste de la edad- es por fuerza compleja: «Me dedico a lo mismo y, precisamente por eso, he tenido que hacer un sobreesfuerzo para tener mi propio territorio. Pero, si se pudiera deslindar del hecho de que es mi padre, le tengo mucho respeto y admiración, porque su obra es muy potente. Desarrolló su lenguaje artístico y lo fue trasladando allá donde pudo. Su padre trabajaba en la industria y él, siendo un crío, un aldeanito, hizo su primera exposición muy joven. Se suele decir que la creación artística es una anomalía genética, y él fue el primero de la familia en tenerla».
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