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Josu Eguren
Jueves, 21 de enero 2016, 18:47
«¿Quién ha inventado la vida? Un sádico. Hecho de coca muy mal cortada.»
Extracto de la novela 'Todos tienen razón', de Paolo Sorrentino (Editorial Anagrama, 2011).
Un detalle que a menudo pasa desapercibido es el destello del logotipo de Medusa Films en los títulos ... de crédito de 'La juventud' y 'La gran belleza', lo cual resulta irónico si tenemos en cuenta que la rama cinematográfica del Grupo Mediaset fue la que financió la que ha sido casi unánimemente bautizada como 'La dolce vita' del berlusconismo (un régimen mediático al que Giulio Andreotti le hizo destinatario de un sutil y demoledor comentario de desprecio en una de las escenas clave de 'Il Divo'), aunque esta pequeña nota de contraste abre un interesante debate en torno a la confusión entre utilitarismo e independencia que podría ampliarse al juicio de toda la filmografía del cineasta napolitano.
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Si hay una virtud de la que puede presumir Paolo Sorrentino es la de parecerse cada vez más a sí mismo (tal vez demasiado), la de no haber traicionado un estilo visual que contagia de barroquismo desde la puesta en escena de grandes panorámicas a los breves insertos de manos rugosas que se deslizan hacia el interior del encuadre para dar respiro a una edición hiperbólica que alterna la majestuosidad de las grúas con el zoom y los grandes contrapicados. Desde la temprana 'L'uomo in più' (2001) Sorrentino colabora con Luca Bigazzi, el magistral director de fotografía que ha embellecido hasta el extremo un postrer salto al abismo de la posmodernidad al que comenzó a asomarse cuando introdujo la cámara en las ruinas de las extintas vidas espectaculares de Tony y Antonio Pisapia, dos nombres para un mismo apellido, dos trayectorias vitales que confluían en el vertedero de la degradación y sobre las que aún puede verse reflejado el estado de crisis moral permanente en el que vive instalada la sociedad italiana desde hace más de dos décadas.
El eco de los Pisapia se escucha de manera indirecta en la habitación del eremita Titta di Girolamo en 'Las consecuencias del amor' (2004), donde Toni Servillo pone cuerpo a un esclavo de la Cosa Nostra que anticipa la elegancia vacua de los gestos de Jep Gambardella ('La gran belleza') y el discurso irónico envenenado de Giulio Andreotti ('Il Divo'), al tiempo que abunda en el antropocentrismo de un dispositivo que hace girar el mundo ante la mirada ausente o esquiva de un protagonista que guarda celosamente la memoria de un secreto inconfesable.
Hay que viajar hasta 2006 para conocer al ser más despreciable de una filmografía que en su indagación de los registros más antipáticos del ser humano utiliza al miserable usurero interpretado por Giacomo Rizzo en 'El amigo de la familia' como vehículo de un desenlace melodramático precedido de un fatal acceso de sensibilidad.
La geografía interior en la que se fraguaba la psicología de Geremia de Geremei ('El amigo de la familia') y Titta di Girolamo ('Las consecuencias del amor') vuelve a formar parte fundamental del abanico de recursos expresivos con el que Sorrentino se enfrenta a la descripción de una de las figuras trascendentales de la historia política italiana: el muy honorable Giulio Andreotti, uno de los mejores exponentes del neoliberalismo económico que se oculta tras la sinuosa retórica democristiana y su discurso de la moderación.
El Festival de Cannes coronó a Sorrentino premiando 'Il Divo' con la entrega de la Palma de Oro (el italiano ya era un habitual en la competición oficial desde su segundo largometraje), la crítica aplaudió su feroz disección del político italiano y sus relaciones con la mafia, y el éxito lo animó a emprender un ambicioso proyecto con el apoyo de los hermanos Weinstein y la participación estelar de Sean Penn. 'Un lugar donde quedarse' (2011) es el fracaso soslayado por los textos admirativos a la rotundidad estética de 'La gran belleza', cuando en el análisis de su desviación de la road movie americana hay argumentos que permiten intuir el advenimiento de Jep Gambardella. Ridiculizado por las críticas más hirientes, el personaje de Cheyenne (un sosias de Robert Smith embarcado en una misión reparadora de las heridas del Holocausto) ejerce como dislocado contrapunto al cinismo de sus antecesores. En la ingenuidad de Cheyenne, Sorrentino encuentra a su personaje más puro, y la llave maestra que le permitirá afirmarse en el discurso sobre la superficialidad y lo sublime que puede leerse en las imágenes de 'La gran belleza'.
Simplificando el aparato formal que dificultaba el acceso a la intimidad psicológica de Gambardella, Sorrentino inunda de calidez y falsa melancolía los diálogos del anciano Fred Ballinger (un borrón decrépito de Guido Anselmi) y los personajes que lo visitan en un balneario de lo surreal en cuyas paredes se hace evidente la admiración del cineasta italiano por '8 '.
El manierismo (Sorrentino acude el travelling para puntuar los detalles más nimios) y su inclinación hacia la floritura tanto en el plano visual como en la composición de mapas sonoros (es interesante descubrir que en lo literario Sorrentino prolonga sus tics como director) son los Escila y Caribdis del estilo de un cineasta que sublima la herencia de Federico Fellini haciéndola atractiva a los espectadores más sugestionables por el destello superficial.
Aconsejo atacar la filmografía de Sorrentino en un orden cronológicamente inverso, desnudándola una a una de sus múltiples capas, para descubrir si bajo la aparente artificiosidad a la que sirven herramientas de precisión extraordinarias como Giacomo Rizzo y Toni Servillo hay algo más que el vacío solapado por la suntuosidad de las imágenes manipuladas por el que puede ser el VJ del look que mejor ha reinterpretado la cultura del exceso berlusconiana.
Como me recordaba hace poco una querida amiga barese: "No me gusta el cine de Sorrentino porque en él veo retratada la Italia más real".
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