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Recuerdo que era una tarde calurosa del mes de agosto. Yo tendría unos 8 años y estaba con mi familia en el pueblo, veraneando como todos los años. Mi excesiva timidez me dificultaba entablar conversación con personas de mi edad ajenas a la familia. Las ... miraba y no me acercaba. Esa tarde había niñas jugando en el portal de mi casa. Al bajar a la calle con mis padres, recuerdo a mi padre que me dijo: «Mira Bea, estas niñas tienen más o menos tu edad. Te puedes quedar a jugar con ellas.» Y ahí me dejaron asustada. No sé muy bien cómo salí de aquella, pero sí recuerdo que esas niñas fueron mis primeras amigas del pueblo.
Han pasado desde entonces, aproximadamente, 28 años, y ahora me planteo: esto que recuerdo, ¿realmente pasó así? Y sé que no. Ahora se sabe que, cada vez que volvemos a traer un recuerdo a la memoria, lo modificamos un poco. Los recuerdos están en constante actualización: añadimos matices, exageramos, modificamos conversaciones y, lo más importante, damos a los recuerdos un significado.
Las cosas que nos pasan están cargadas de «cosecha propia». Es decir, de nuestras creencias y de lo que pensamos que debería o no debería ser. Esa niña de 8 años que fui podía haber interpretado la situación de muchas maneras posibles y, en función del significado que hubiese dado, habría sacado conclusiones distintas sobre el mundo, sobre los demás y sobre mí misma.
Pude pensar muchas cosas, entre ellas:
1)Mis padres me abandonan con personas desconocidas, por lo tanto, el mundo es un lugar inseguro, no me puedo fiar de mis padres y yo me quedo sola.
2)Mis padres confían en que puedo lidiar con esto, por lo tanto, el mundo es un lugar lleno de retos, mis padres tienen confianza en mí y yo en realidad puedo afrontar esta situación.
Mi recuerdo en sí mismo, ¿tiene valor? La respuesta es no. Lo que sí tiene valor es el significado que di y las conclusiones que saqué a través de esa vivencia. ¿Dónde puse el foco? ¿En el miedo o en el reto? Ahí reside lo valioso.
En consulta es muy frustrante querer cambiar el pasado y ser conscientes de que no podemos, pero resulta liberador y un gran alivio entender que sí podemos modificar el significado que damos a los recuerdos. Porque en última instancia, es el significado lo que sigue repercutiendo en nuestro presente y en nuestro futuro.
Os propongo un ejercicio:
Piensa en un recuerdo de tu infancia. Trata de recordar dónde estabas, con quién y qué hacías. ¿Lo tienes?
Ahora, dedica un tiempo a reflexionar y contesta: ¿qué conclusión sacaste tras esa vivencia sobre quién eras tú, quiénes eran los demás, cómo era el mundo y qué debías hacer? Intenta llegar al significado que tuvo para ti esa experiencia.
Finalmente, te pregunto: ¿cómo te siguen afectando a día de hoy esas conclusiones?
Muchas veces es revelador darse cuenta de que es posible que ahora, con la edad adulta, estés actuando en base a unos significados que diste con 8 años. Ser consciente de que es posible que estés viviendo con la carga de unas conclusiones que sacaste en la niñez o en la adolescencia.
Comprender esto nos ayuda a revisar, no lo que pasó, sino lo que interpretamos. Y nos anima a buscar otras posibles interpretaciones que sean más alentadoras.
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