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«Me han diagnosticado una enfermedad y veo que la gente que tengo alrededor no sabe qué hacer ni qué decir, no sabe cómo comportarse conmigo. Veo que intentan agradarme, animarme y hacerme sentir bien, pero algo no han entendido, ¿Cómo se pueden imaginar que ... ahora son capaces de ayudarme? En estos momentos, lo único que me transmiten, es poca comprensión. Yo necesito tiempo para poder digerir esto que me ha tocado, buscar dónde y cómo colocar esta carga tan pesada que tiene pinta de cambiarme la vida a mí y a los que me rodean. En estos momentos, no puedo ver a nadie, necesito distancia y estar yo con mis pensamientos, quiero que hasta mi familia más cercana me dé espacio y me permita un tiempo de soledad hasta que pueda empezar a hablar de lo que me pasa; ahora no me veo capaz de nada más».
Uno de los aprendizajes más interesantes y valiosos que he obtenido a lo largo de mi experiencia profesional como psicóloga, es darme cuenta de que, independientemente de los conocimientos que se tengan, y aún sintiéndote conocedora de ciertos temas, cada persona es experta en sí misma. Esto te lleva a entender la importancia de escuchar de manera activa, a ver lo que necesita esa persona vulnerable que tienes delante, a valorar sus recursos y fortalezas para acompañarla en la construcción de realidades que le vayan a servir para solucionar o mejorar sus problemas. Esto implica dejar de actuar como «experta» que pretende cambiar a las personas dando buenas orientaciones, para pasar a escucharles y hacerte consciente de sus necesidades, emociones y formas de ver la vida. ¡Qué importante es entender lo que le viene bien a cada uno y llegar a ver claramente lo que es aceptable y encaja en su lógica privada! Y, aún siendo conocedores de esto, tenemos que hacer un esfuerzo consciente para dejar de lado sermones y recetas profesionales del tipo «yo sé lo que te viene bien a ti» o «haz esto que te digo y verás cómo mejoras».
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Sin embargo, cuando se trata de ayudar a alguien al que le acaban de diagnosticar una enfermedad crónica o terminal, nos damos cuenta casi al instante de que no somos nadie para empoderar, animar o alentar a esta persona, porque es una misión muy delicada e imposible. Lo primero que tenemos que tener en cuenta, es que las reacciones emocionales que se pueden llegar a experimentar, son absolutamente personales, exclusivas de cada persona y no hay listados que valgan, no hay síntomas comunes definibles; cada persona es exclusiva, única. Sí, seguramente estar más optimista, lleva a manejar mejor los síntomas de la enfermedad, pero qué hacemos, cómo ayudar, qué decir o no decir para no dañar a la persona que está sufriendo.
Es bastante más sencillo de lo que en principio pensamos que tiene que ser. Aquí tres claves importantes:
- El respeto a los sentimientos del otro y su forma de afrontamiento es lo primero que tenemos que tener presente para que el proceso sea más natural. Solo de esta forma, en un tiempo y si la persona quiere y lo necesita, será capaz de expresar lo que siente. Sean los sentimientos y emociones que sean, no pondremos trabas, no intentaremos cambiarlos por otros que nos parezcan más adecuados; son los que son y son de cada uno.
- En segundo lugar, es conveniente escuchar de manera activa, no adelantándonos a lo que la persona interesada nos cuenta. Resulta frecuente decir cosas poco adecuadas, frases vacías de contenido e incluso dañinas, y siempre desde la mejor intención. Suelen ser habituales expresiones como «tranquila, seguro que te curas», «cuanto más positivo estés mejor para ti», «venga, ánimo, que la gente sale»... No olvidemos que todo el mundo no necesita lo mismo, así que resulta muy aventurado decir algo que justo encaje de manera adecuada.
- Y, por último, resulta fundamental hacer saber que estamos ahí. Estar presente significa hacer lo que se ha señalado anteriormente de manera natural, algo más que compartir un espacio, ser consciente de que quieres estar y conectar, escuchar profundamente.
Tan simple y tan complejo a la vez, porque estas tres sencillas ideas recogen una variedad infinita de actuaciones. Esto es, si tuviéramos dos personas con el mismo diagnóstico y al mismo tiempo, nos daríamos cuenta de que el proceso de cada una de ellas sería diferente. La realidad que vive cada persona, hace que nosotros, siguiendo los mismos pasos, actuemos de manera diferente.
Por último, señalar que siempre me ha preocupado mucho la divulgada frase que repite que «el enfermo tiene que saber». Desde luego, tiene todo el derecho, pero solo si quiere, el derecho no es sinónimo de obligación y, en este caso, ni siquiera van emparejados. No todo el mundo quiere saber los detalles, aunque otras personas necesiten saberlos hasta el final, conocer todo lo que les pasa y les va a pasar. Dejemos que nos lo hagan saber sin adelantarnos. La dignidad de una persona que enferma está condicionada por el respeto de los que le rodean. Se trata de un principio ético que debemos aprender a manejar para que no se quede en meras palabras o definiciones jurídicas, porque necesitamos que el respeto sea consciente e intencionado para valorar las necesidades de cada persona de una manera exclusiva.
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