Tuppers y bolsas. Una mujer recoge alimentos en el comedor de Cáritas en Bilbao, que atiende a 200 personas. ignacio pérez

«No había vuelto a un comedor social desde hace siete años»

Tres personas sin recursos cuentan su día a díadesde que la crisis del coronavirus complicó aún más su lucha para tratar de salir de la exclusión

Lunes, 11 de mayo 2020, 01:50

Reyito Castillo, 48 años, mastica una mandarina a la entrada del comedor social Conde Aresti de Bilbao y se acuerda de que tiene que tomarse la pastilla para la diabetes. Acudirá a la noche también a cenar y, para desayunar, le darán una bolsa con ... un plátano o un bocadillo. Cuenta que en un hornillo que tiene él y sus compañeros de la calle calientan café por las mañanas. Esa es una de sus escasas pertenencias. La otra buena es una tienda de campaña, el lugar donde se recoge cada noche. Vive bajo el puente de Miraflores desde hace 20 meses. Cuando se decretó el estado de alarma la Policía le invitó a quedarse en el pabellón de Miribilla; «ni hablar, ahí adentro puedo coger el virus más fácil», les dijo. «Los albergues te ponen loco. Gente hablando por todos lados, gente borracha por un lado, gente drogada por otro, sales loco», considera. Tampoco le gusta vivir en una habitación, la otra opción que ha manejado en alguna ocasión. «Tienen muchas normas como acostarse a las ocho y media. Yo lo que quiero es acostarme a la hora que me dé la gana». Durante un tiempo, comenta, «llegué a alquilar un pisito de 400 euros, pero después con el agua y la luz no me llegaba».

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Se explica tranquilo y cuenta que hace tiempo que sus bajos ingresos no alcanzan para cambiar su día a día. «Se me acabó la RGI en marzo y, para volver a tramitarla, necesitaba un papel de mi país, que no he podido conseguir». De manera que tiene cero ingresos. «La ropa que tengo la tengo comprada de antes, de cuando cobraba, y he ido a buscar también a Koopera», señala. Revela que trabajó once años en el almacén de un hipermercado y que ha hecho cinco cursos desde aquello, «pero como no me llaman de ningún sitio me he cansado de hacer más». Quiere irse fuera cuando todo esto termine. «Quizá a Holanda».

Brice Hervé, 32 años, natural de Camerún, terminó su contrato el 1 de mayo y en la empresa le han dicho que hay un ERTE y que quizá dentro de un tiempo vuelvan a llamarle. El finiquito no se lo pagan hasta finales de mayo y necesita apurar hasta el último euro para pagar el alquiler. Era guardia de seguridad. Los Servicios Sociales le han dado 150 euros para que desde el viernes, y por un mes, haga la compra en el súper. Hasta entonces, podrá acudir al comedor social Conde Aresti. Dice que no tiene costumbre de cenar, así que sólo se presenta a la hora de la comida. Siente que su vida ha retrocedido siete años, los que lleva en Bilbao, «luchando por vivir y trabajando en lo que sale». «Entonces venía al comedor social, y no había vuelto a hacerlo desde hace años». Reside en un piso compartido en La Peña. Paga 285 euros al mes. Tiene en mente ir a Andalucía o a Lleida para trabajar en el campo. «No me gusta estar sin trabajar», observa.

Fany, ecuatoriana de 27 años. Empleada doméstica interna en Bilbao hasta el 29 de abril. Su asistenta social le ha facilitado la tarjeta que le permite recoger una bolsa de alimentos en el comedor de Cáritas de la calle Manuel Allende. «Los sábados por la tarde y domingos no trabajaba, pero el señor de la casa me dijo que no podía salir por el confinamiento y que debía quedarme. Que las compras ya las hacía él y que ya que yo iba a estar siguiera cuidando de su mujer. Lo hice, claro. Algunas mañanas él salía dos y tres horas y me parecía raro. El día 29 me dijo que iba a prescindir de mí y sacó mis cosas al descansillo». Fany está acogida en un piso social, sin ahorros y sin saber cómo reaccionar «con todo esto».

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