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La vida nos pone en incontables trances en los que tenemos que escoger una de dos. ¿Prefieres dulce o salado? ¿Eres de PC o ... de Mac? ¿Te desgañitas con los Rolling o con los Beatles? Porque a veces lo opuesto no deja espacio para alternativas intermedias. Y en este artículo queríamos averiguar lo siguiente: ¿es el lector más de periferia o de centro? Lo céntrico, el corazón de las urbes, se relaciona con lo bullicioso, con calles atestadas de gente, con colas y tráfico y un «imposible aparcar». Y la calma que es inherente a lugares separados de puntos neurálgicos se relaciona con el extrarradio. Es ahí donde se encuentra un sosiego que escasea en el alma de las grandes ciudades, además de espacios libres, viviendas de mayor tamaño, pero con una dependencia del coche brutal, las cosas como son.
En pleno cerrojazo de Bilbao, obligado por la triste evolución de la pandemia, EL CORREO ha visitado cinco barrios periféricos de Bilbao. Buenavista, Larraskitu, Betolaza, Ciudad Jardín y Zurbaran. Esos que muchos están descubriendo en sus caminatas por la ciudad cada vez que hay un cierre perimetral. Son los más verdes, con ese puntito rural incluso, el ideal de quienes anhelan que la próxima pandemia les pille con jardín, en una casa con más metros cuadrados, con más luz o con campo y árboles a un tiro de piedra. Porque vivir entre el campo y la ciudad todavía es posible en algunas zonas de Bilbao. Aun lejos del centro.
Las laderas de Artxanda guardan aún con recelo rincones donde parece que el tiempo se ha detenido. Como el grupo de viviendas Buenavista, escondido entre la frondosidad de las zonas verdes que lo rodean, pero desde el que se puede apreciar con majestuosidad la ciudad en su conjunto. Formado por 46 viviendas ubicadas sobre el barrio de Deusto, se construyó en 1927. Desde la Plaza San Pedro se llega hasta allí andando por 232 escalones o por un zig-zag paralelo a las escaleras. En coche, está a cinco minutos de Arangoiti.
«Aquí viene gente y dice '¡esto no lo conocía yo!'. Soy de Lemona y vine en el año 63. Cada vez que no se puede salir, me doy unas cuantas vueltas por el jardín o por los árboles del muro y de maravilla», señala Edurne Cortázar. Y qué jardín. Ficus, cáctus, limoneros, acebos, gnomos vestidos del Athletic... «He cultivado lechugas», comenta Edurne Cortázar. Otros vecinos, Manu Madariaga y Josefi Bello, se han hecho un pequeño invernadero detrás de la casa donde crecen acelgas y brócolis. «Ahora vienen muchos a pasear por aquí y nos han quitado intimidad», reconocen.
«Aquí han crecido nuestros hijos y de niños se movían descalzos fuera de casa con toda tranquilidad», evocan. «Por San Juan nos juntamos todos los vecinos fuera, cada uno saca una mesa y algo para comer y pasamos la tarde-noche charlando».
«Hasta hace tres años vivíamos en un piso en el centro y durante todo este año nos hemos dicho 'qué habría sido de nosotros si aún viviéramos en el piso, sin terraza, seguro que nos habríamos separado'. Entiendo que hay gente que tiene que haberlo pasado fatal. La convivencia en un espacio reducido, sin poder salir, sin posibilidad de respirar aire fresco...», observa Marian Alfambra, enfermera de profesión.
«En casa, si hay un poco de estrés estamos cada uno en un sitio», señala esta mujer que vive en un adosado de cuatro plantas en Larraskitu. «Este es un vecindario reducido y nos llevamos todos súper bien. Y ves monte. Lo que pasa es que esta casa era para recibir, y llevamos un año sin visitas», lamenta.
«Toda la gente de la ciudad sube últimamente más por aquí y nos preguntan si sabemos de alguna casa en venta. La mayoría de los vecinos, tenemos huertas a nuestro nombre más arriba». A Ander Durán, que vive en una de las casitas de Betolaza, se le cruza una mariposa por la cara mientras cuenta estas cosas. «Esto es como un pueblo. Aquí hay mucha gente mayor, pero también jóvenes que están comprando y renovando. Mire aquella vivienda -señala-. La compraron por 40.000 euros, han invertido otro tanto y le han lavado de cara. Hasta puede aparcar la moto».
Fue en los años 60 del pasado siglo cuando aquí empezaron a levantar casas, muchas sin permiso. Los nuevos moradores las encaramaron en la ladera para distanciarse de Uretamendi, su barrio hermano en Rekalde, y hasta el año pasado muchas han estado fuera del Plan General de Ordenación Urbana. Es decir, el Ayuntamiento no intervenía a la hora de mejorar las calles, por ejemplo. «Yo antes vivía frente a Altos Hornos», remora Ander Durán. «Aquí no hay ruidos y las vistas impresionan», continúa. «Es complicado aparcar, pero cuando bajo a la ciudad la veo gris. Luego vengo aquí y es todo luz».
Ciudad Jardín empieza en Maurice Ravel y termina en el Barrio de la Asunción, que limita con el final de Vía Vieja de Lezama, donde encontramos a Begoña Zumalabe después de un duro tramo de escaleras. «Podían haber venido por la carretera que hay justo detrás», comenta la mujer. La terraza de su casa, un imponente unifamiliar, compite con cualquiera de los miradores de Bilbao. «En el confinamiento los domingos hacíamos videollamada con martini con los amigos y, para picarles, cada vez nos poníamos en un rincón. Bajo un árbol, al sol, con el 'Paga' de fondo... '¿Este domingo qué nos vais a enseñar', nos decían».
La pega son los taxistas, «dicen que la carretera es muy estrecha y no suben hasta aquí». «Esta era la casa de mis suegros, es muy cómoda y muy independiente, cada uno está en su sitio y no te molestas. Ahora que se ha vuelto a cerrar Bilbao, veremos llegar gente que no ha venido por aquí en su vida». Zumalabe pasa ratos contemplando el horizonte. «Si hay nieve, miras el Pagasarri. Ese pico de ahí es la iglesia de los Agustinos... Igual te dices, 'mira, llueve en Rekalde', es que se ve todo Bilbao. También le digo que sin pandemia viviría a boca de metro».
Neris Lucena vive plácidamente en una casita de estilo neovasco en Zurbaran y sólo baja al centro los fines de semana. «No lo necesito, aquí hay paz y verde». Tampoco lo echa en falta Chelo Castrejón, a cuya singular vivienda de tres pisos se accede por Camino de Landeta. «Yo he nacido en esta casa, he vivido después en Santutxu y en Trauko, y aquí he vuelto desde que enviudé. Mucha casa para mí, pero la libertad que tengo... Antes ponía lechugas y acelgas y se las comían los pájaros», señala. En la entrada de casa hay un coche, «es de un vecino, le dejo aparcar».
«Mi hijo mayor puso una oficina y un txoko y estuvo ahí hasta que se casó», comenta. «La llaman la casa de las luces y se paran los niños. Los vecinos de los bloques me gritan '¡pon algo en esa pared que has pintado de blanco! Uno me ha traído una escoba de paja y le he puesto flores. Aquí estoy bien, sólo me tienen abrasada los gatos. A mis padres, al comprar el terreno, les decían 'os van a comer los lobos'».
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