Es 1 de mayo y en el baserri se celebra como siempre, trabajando. Jacqueline Chertudi lleva toda la mañana enredada con el papeleo, esa huerta nueva e ingrata que les ha brotado a todas las explotaciones agrícolas y ganaderas. Su marido, Fermín Urizar, ha puesto ... en marcha las arrobaderas de la cuadra, ha echado las txalas a mamar, ha limpiado los comederos y está ahora cambiando los rodamientos de la rotoempacadora. Jon, el hijo mayor, de 24 años, anda de aquí para allá a toda mecha, de tarea en tarea, como si los biorritmos le marchasen en avance rápido. Y solo Iker, de 15 años, guarda la fiesta como Dios manda, aunque sea arrastrando un resfriado que pilló el último día que estuvo remando. «Aquí uno despierta y siempre hay liada. La vida es lo que queda luego», resume el padre, mientras se limpia las manos de la grasa de la máquina para saludar a las visitas.
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Solemos pensar en los caseríos como una reliquia, un modo de vida tradicional que se ha resistido de manera heroica a los cambios, pero en realidad son una curiosa mezcla entre lo de siempre y lo de ahora mismo. «El 99% siguen siendo explotaciones familiares, pero ha evolucionado la gestión, el manejo: la tecnología y la maquinaria han favorecido que no sea un trabajo tan esclavo, que no ocupe ya 18 de las 24 horas, y que una familia que antes tenía 20 vacas como mucho, porque no le daba la vida para más, hoy pueda tener 200. Puedes llegar a más producción, pero los precios son los mismos que hace 25 o 30 años», plantea Martín Uriarte, gerente de Lorra, la entidad que engloba a las asociaciones y cooperativas del sector. Lo de la tecnología queda claro desde el primer momento: cuando se le pregunta a Jacqueline cuántas vacas tienen en Barrenetxe-Barri, su baserri de Kortezubi, ella consulta inmediatamente el móvil. «Ahora mismo, 181». Ahí, en el espejo electrónico de la app, lleva el reflejo preciso y actualizado de su granja.
Los caseríos no son los de antes. Uno siente la tentación de comparar este modo de vida con el de los abuelos, que nada sabían de arrobaderas, rotoempacadoras ni apps, pero en realidad tampoco hace falta irse tan lejos: Fermín, de 58 años, creció en el baserri vecino, al lado de la carretera. «Era un caserío pequeño, porque entonces todos eran pequeños. Ocho vacas podíamos tener, y también hacíamos huerta: mucho pimiento, alubia... Hasta el 81, cuando yo tenía 16 años, no tuvimos agua en el grifo: cargábamos en el río, con bidones», evoca. De hecho, se recuerda con 11 años, llevando un tractor con 1.800 litros de agua por la carretera general. Sí que eran otros tiempos.
Barrenetxe-Barri nació en los 90, aunque no levantaron la casa hasta el cambio de siglo. «Mi ilusión no era ser ganadero, yo era más de andar con las máquinas, pero en los 90 se fue jubilando mucha gente y no había relevo: te dejaban tierras, a lo mejor les comprabas las vacas... Y aquí estamos», resume Fermín. Producen alubia de Gernika y carne con eusko label, además de pimientos choriceros y calabaza, y lo comercializan bajo su propia marca, Nanike. Han montado una coqueta tienda en el caserío, también venden directamente la carne y no paran de innovar: su última iniciativa es una moderna sala de despiece que pondrán en marcha en los próximos meses.
¿Qué ha cambiado y qué sigue igual? «Ahora hay más tecnología, antes era más trabajo manual. Pero el tiempo tampoco nos sobra, porque el volumen es muy diferente. Al estilo tradicional, 180 vacas no te daba tiempo ni de contarlas», comenta Fermín. A él le gusta decir que antes era todo Bellota, la marca histórica de herramientas: la guadaña, la azada, la horca... Los suelos se limpiaban a mano y el maíz se llevaba en carretilla, sin desensiladoras. Como si se hubiese propuesto brindar un ejemplo práctico, pasa Jon con el tractor –a toda mecha, claro– arrastrando un distribuidor que reparte hierba seca por los comederos: «Antes, para eso, te tirabas una hora con la horca. Ahora tenemos una flota de hierro, pero tengo que estar de mecánico todos los días». Y, desde luego, los antepasados se quedarían atónitos ante el papeleo, todas esas obligaciones que han hecho que el oficio de baserritarra también sea trabajo de oficina: «La burocracia nos da tanta tarea como el campo. Tienes que escribir algo todos los días. Echas abono y lo escribes. Con los animales igual. Si desbrozas, lo que echas, la declaración de superficies... Todo, menos cuando vamos al baño», se ríe el matrimonio.
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¿Hay algo que se mantenga inalterable, eterno? «¡Los imprevistos, que surgen todos los días! No hay un guion para seguir: aquí te cambia el tiempo y tienes que cambiar los planes. Ahora están los terrenos para arar, pero con el día que hace hoy no se puede. Y, como hay tantas cosas... Cada vaca es un problema y en verano están en quince sitios distintos. Y encima tenemos teléfono móvil, que te interrumpe todo el rato con otras cosas que hacer. Los sábados solemos salir a cenar para saber que acaba la semana», analiza Fermín. En 2019, la familia se fue de vacaciones a Estados Unidos, donde Jacqueline nació y pasó sus siete primeros años de vida, ya que su padre estaba de pastor en Idaho. Aquel viaje se convirtió en un hito porque lograron ir los cuatro: «Es la única vez que ha venido Jon con nosotros desde que tenía 17 años, porque normalmente se queda él a cargo de todo».
Eso nos lleva a analizar otra característica inmutable de los baserris: son explotaciones familiares en sentido estricto, porque a todo el mundo le toca arrimar el hombro, y las obligaciones se entretejen con el resto de la vida de manera mucho más estrecha que en otros trabajos. «A mí ya me ha tocado venirme de fiesta a las cuatro de la mañana porque estaba una vaca de parto, aunque al de una hora me reenganché. Y peor es que te toque despertarte a las siete para ir a la universidad y acabes levantándote dos o tres horas antes porque está pariendo una vaca», comenta Jon, que estudia Ingeniería Mecánica. Viéndolo trajinar de aquí para allá, tan diligente y eficaz, parece claro que le gusta, pero... ¿cómo ve el horizonte de su vida? «Gustarme sí, pero andar trabajando para que los precios sean una porquería... Lo has hecho toda la vida y te da pena dejarlo, pero tienen que mejorar mucho las cosas: a ver quién tiene hoy las narices de montar lo que han montado estos desde cero, ¡sería imposible!», añade, señalando con la cabeza a sus padres.
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Ahí los extraños esperan que el padre le anime, pero... «Qué va, yo le digo a Jon que no continúe. Que estudie, que reduzca el número de cabezas y gane el sueldo principal de otro sitio. De esto, en el pueblo, ahora mismo vivimos dos: hace falta mucho volumen, mayor riesgo... Muchos tienen unas pocas vacas pero trabajan fuera, lo ven como hobby, o como complemento», dice. Y, de pronto, añade un enfoque imprevisto y cargado de autenticidad: «Además, si continúa, esta y yo tendremos que estar ayudándole hasta morir con las botas puestas. No es relevo generacional, es seguir hasta la muerte, porque vives aquí y no te desvinculas nunca».
En general, según apunta el gerente de Lorra, en el sector primario vasco se producen más deserciones que casos de continuidad. «Cuanto más avanza una sociedad, hay menos activos agrarios. Ese es el principal problema del sector: salen más gallinas que las que entran. La edad media de los agricultores en Euskadi es de 59 años. En nuestro sector, llamamos 'jóvenes' a los menores de 40, y me parece que esa frontera es muy significativa», expone Martín Uriarte. En Lorra ayudan al emprendizaje de los jóvenes y eso les permite mantenerse al tanto de la evolución generacional: «Antes venían incorporándose 30 o 40 al año, alguna vez hasta 60. El año pasado fueron dos y este año llevamos trece. Por supuesto, en eso influye la situación actual del sector», concluye, en este año marcado por las movilizaciones.
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