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La niebla se cierra en torno al cabo de Matxitxako y, a lo lejos, apenas se distingue el islote sobre el que se asienta San Juan de Gaztelugatxe. En lo alto del faro, Andoni Barrenetxea, farero jubilado, tiene la mirada perdida en el horizonte. «Está ... casi como para poner la sirena, aunque habrá unas dos o tres millas náuticas de visibilidad», observa, y por un momento parece olvidar que hace más de veinte años que no trabaja allí.
Con 84 años, sube las escaleras con agilidad y solo se para cada vez que le asalta algún recuerdo. En sus 24 años allí ha visto casi de todo: «He vivido rachas de viento en las que las paredes temblaban. Y de noche es tan inmenso todo...», relata evocando la figura del farero aislado del mundo en su torre azotada por la tormenta. Él es quizá uno de los últimos de un oficio que se apaga poco a poco.
En 2016, había 40 fareros en España, pero desde que se disolviera el Cuerpo de Técnicos Mecánicos de Señales Marítimas en 1993, no se convocan nuevas plazas. Ahora, cuando uno de ellos se jubila, una empresa de mantenimiento ocupa su lugar. «Antes, en Matxitxako vivíamos tres o cuatro familias y había compañeros que se dedicaban a mantener el resto de torres del territorio», explica Barrenetxea. Desde hace años, una única técnico, Cristina García-Capelo, cuida los faros y torres de señales que jalonan la costa vizcaína.
La Galea, Gorliz, Lekeitio… Un sistema informático permite monitorizarlos, incluso desde el móvil, para detectar fallos y así salvar las distancias. «Ya ni siquiera hace falta subir hasta la linterna para ponerla en marcha o correr las cortinas que la protegen de día. Es todo automático». Nada que ver con las guardias de veinticuatro horas de los antiguos fareros, pendientes de que la lente rotara a la velocidad adecuada.
Acostumbrado desde niño a ver el destello intermitente de Matxitxako en la distancia, Andoni solía ir andando hasta el faro. «Entonces aquí trabajaban Javier Markina, Luis Martín y José María Blanco», apunta. Ellos fueron sus mentores, los que le animaron a que estudiara para convertirse en técnico de señales marítimas y después fueron sus compañeros. Por esa misma época, conoció a José María Abásolo, farero nómada e inventor en sus ratos libres, que recaló en Matxitxako en los años cincuenta.
«Inventó un artilugio que hacía saltar una alarma en caso de que la linterna dejara de girar por la noche», recuerdan Purita, Mariana y Juan Abásolo, tres de sus hijos. Al llegar a Matxitxako tenían 8, 5 y 4 años, respectivamente, y en la foto que acompaña este reportaje posan junto a su familia frente al faro: «Íbamos a la escuela andando y nuestro padre nos traía la comida. En su tiempo libre pescaba unas lubinas enormes».
Toda su infancia estuvo impregnada del olor a salitre. Los fareros tienen la obligación de estar un mínimo de dos años en cada torre, pero su padre buscaba un nuevo destino siempre que podía. «Nunca vivimos más de tres años en cada lugar», señalan. En Lekeitio, Purita, la mayor, aprendió a andar; en Jávea, Mariana cursó Bachillerato... «No teníamos luz y alumbrábamos con lámparas de petróleo o aceite». En Botafoch, Ibiza, una tormenta estuvo a punto de engullir el faro con toda la familia dentro: «Las olas tapaban la torre, el edificio temblaba y hacían un ruido terrible. En el pueblo casi nos dieron por muertos», relatan. En comparación, Matxitxako les pareció «muy moderno». Compartían casa con otras cuatro familias, por lo que la diversión estaba asegurada.
Poco a poco, a medida que fueron creciendo y casándose, los hijos de Abásolo se asentaron en algunos de los puertos por los que pasaron con sus padres. «El pequeño intentó ser farero, pero al final no pudo ser». ¿Y qué fue de sus padres? «Al jubilarse, se compraron una pequeña casa frente al faro de Mallorca y gran parte de la familia vive allí ahora».
Con el tiempo, han visitado casi todos en los que vivieron. Juan incluso llegó a escribir el libro 'Faro de Matxitxako: residencia habitual', para conmemorar el centenario de la torre de Bermeo. «Teníamos una vida muy aventurera. Cada sitio era diferente, pero en el fondo era igual», destacan. Y es que cada faro tiene sus particularidades; desde el destello, siempre diferente que permite a los marineros distinguirlos para orientarse en alta mar; hasta las labores de mantenimiento.
En 1958 enviaron a Andoni al faro de Bojador, en Marruecos, donde cada cierto tiempo debía limpiar la arena del desierto que se acumulaba en lo alto de la torre. No era el único peligro: «Eran tiempos de guerra y nos tocaba dormir con una pistola en la mesilla. En caso de ataque teníamos orden de apagar la lámpara y llevar munición a las ametralladoras que teníamos en frente».
Vivió un tiempo en la isla de Dragonera, completamente aislado con otro compañero, donde una lancha les llevaba la comida necesaria para subsistir dos veces por semana. Al igual que los Abásolo, a Andoni también le gustaría volver a los faros en los que vivió, pero siempre con la vista puesta en volver a casa, a Matxitxako: «Quiero cerrar los ojos donde los abrí».
La luz de los faros siempre será necesaria para guiar a los barcos, pero hay quienes ya han visto una posibilidad de negocio en las casas vacías de los torreros. «Algunas se han convertido en hoteles y cobran 500 euros la noche. Otras, las menos, son ahora museos», explica Iñaki García, secretario de la Asociación de Amigos de los Faros de Euskadi. Esta organización trata de acercar estas edificaciones al público, aunque no siempre resulta fácil: «Los faros de Bizkaia tienen un acceso complicado. Están cerrados y algunos bastante deteriorados. En Bretaña por dos o tres euros puedes visitarlos», apunta. En 2016, la Autoridad Portuaria sacó a concurso el faro de La Galea para albergar un restaurante y se barajó la idea de montar un hotel en Matxitxako. El concurso quedó desierto. «Es difícil que estos proyectos salgan adelante porque hay que invertir mucho dinero», dice García.
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