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Me sentí ladrón de intimidades. Pero tenía que sacar la foto. Era un asunto de respeto al ayer compartido. Un vaso de txikito de Bilbao de toda la vida. Porque, salvo algún templo del beber donde los siguen utilizando -como en cierto de Zorroza y ... alguno de las Siete Calles-, raro es el tabernero que sirve el vino en ellos. Así que lancé la pregunta. Primero a un lado de la barra. «Solo tengo dos vasos de esos y éste se lo reservo para él», susurró el dueño, con algo de ternura y mucho de admiración. Como si estuviera sirviendo a su padre o a su abuelo. Y algo de eso había. Porque el hombre tenía pinta de haberse jubilado hace años.
Elegante, chaqueta lisa y corbata con alfiler. Tampoco faltaba el paraguas, por si asomaban nubes juguetonas. No traía gabardina. La del Teleberri había dicho que no llovería en todo el día, pero se fio solo a medias. Y acodado en la barra miraba hacia la calle. No pudimos evitarlo y le preguntamos por la razón de aquel vaso. Y el hombre, rozó el cristal con la mano, y contó su historia.
Se presentó y dijo su nombre, pero hay relatos que no los necesitan. Solo desvelaré que es de Deusto. Cada tarde cruza el puente, siempre el mismo aunque haya más, y camina cual vaquero solitario hasta los abrevaderos de Indautxu. Una de sus paradas es el Desberdin de García Rivero. El lugar donde lo encontramos. Porque allí está su vaso. Ese que cuenta con más leyendas que historia. Así que empecemos por lo innegable. Su naturaleza. Los 623 gramos repartidos en 9,5 cm de alto por 6 de ancho y 5 milímetros en el borde. La base otros 6 y el resto para vino de trago escueto.
Pasemos ahora a su origen. Una de las teorías señala a la visita de Victoria Eugenia y a las lamparitas de cristal, portadoras de velas, que colocaron para iluminar su solemne llegada. Otra versión cambia a la reina por Amadeo de Saboya, pero el relato es el mismo. En cambio el maestro K-toño Frade me contó otro curioso origen. El que descubrió el ebanista Miguel Gallaga trabajando en el palacio de los Lezama Leguizamón.
Contratado para reparar unos muebles descubrió en uno de ellos los famosos vasos. En realidad eran probetas que se utilizaban, desde siempre, para guardar las muestras de los minerales extraídos por la empresa de la poderosa familia. Con el fin de reforzar su explicación, K-Toño nos mostró uno con restos de virutas de hierro aferradas a él. Pero no era exactamente el mismo. O sí, pero más bajo. El caso es que aún seguimos con la duda. Mejor. Nada hay más embaucador que una historia incompleta y cargada de misterio. Y la del vasito feo es así. No se extrañen de que lo llamemos de esa manera.
En los 70 y 80 fue arrinconado por representar el pasado y sustituido por copas de frágil naturaleza pero de moderno porte. De esa forma, poco a poco, acabó lejos del vino y rodeado de polvo y olvido. Hasta que se convirtió en icono y regalo para turistas. Pero siempre lejos de las barras.
Salvo en casos como el del txikitero de nuestro relato que siguió contando su vida. Nos habló de los días en que vestía pantalón corto, del adiós a los pupitres y de sus primeros trabajos. Recuerdo su risa al pasar el sueldo de antaño a los euros de hoy. Hasta que decidimos marchar con la sensación de haber conocido al último de una estirpe.
Ya no tiene cuadrilla. Fueron cayendo. Por eso se dedica a conversar con los camareros. Desconozco si fue un buen hombre. Hace tiempo que dejé de juzgar. Rara vez acerté. Lo único que tengo claro es que vimos a un superviviente de una especie que se extingue. La que dominó los bares de fluorescente en el techo y serrín en el suelo. Casi no quedan. Salvo alguno como este txikitero errante. El que dejamos acodado en la barra, mirando hacia la calle, con el vaso de siempre en su mano.
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