Dos grandes enemigos amenazan cada año la Semana Grande. Se trata de fuerzas oscuras e invencibles. Una es, por supuesto, la batucada. Son tan terribles sus efectos, tan numerosas sus víctimas, que no diré más al respecto. Sobran las palabras cuando te enfrentas al mal ... en estado puro. Carlinhos Brown debería responder ante un tribunal internacional. El otro gran enemigo de la Semana Grande es la lluvia, que ostenta un asombroso poder de disolvente festivo. Aunque vivamos en una ciudad lluviosa y hayamos vivido fiestas pasadas por agua, lo olvidamos con facilidad: buscar resguardo es casi lo contrario a divertirse.
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A cambio, lo recordamos de golpe en cuanto llueve. Y parece que durante el final de las fiestas vamos a tener que mirar al cielo. Eso siempre desanima al personal. El Ayuntamiento repite a ese respecto un dato: el recinto festivo acoge cada día a 150.000 personas. El cálculo debe de ser aproximado. A ciertas horas no resulta fácil saber si eso que deambula por ahí sigue siendo una persona. De los individuos que patearon a un policía municipal la madrugada del viernes en la trasera de Abando, por ejemplo, no sabe uno si se encargará la estadística o la zoología. En cualquier caso, a la hora de ofrecer una idea de lo que mueven las fiestas, la municipalidad redondea. Contarán con un Técnico Evaluador de Grandes Poblaciones, alguien que se asoma al balcón del Ayuntamiento, mira a lo lejos y concluye: «Tú échale 150.000».
Todo se resuelve luego con una multiplicación. En los ocho días de fiestas, 1.300.000 personas. Que cualquier noche, al finalizar los fuegos, parezca haber solo en el puente del Arenal cinco o seis millones de personas es una impresión subjetiva. Como que las colas que se forman en el Txikigune parezcan a punto de circunvalar la Tierra. O que la gente que se interpone entre tu sed y la barra parezca estar practicando alguna clase de reproducción por partenogénesis, transformando en un dramático imposible que alguno de los camareros cruce su mirada con la tuya.
A fuerza de concentrar la propia inmanencia para proyectarla con la mirada en dirección a un camarero (¡Siente mi existencia! ¡Mírame!), es habitual terminar las fiestas con un clásico desajuste: más dioptrías y menos autoestima. Lo de los ojos se arregla en el oculista. Lo de la autoestima, practicando deporte y recurriendo a un 'coach'. Señalemos desde aquí, a modo de servicio público, que golpear a un 'coach' es un modo de hacer ambas cosas a la vez.
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