Si visualizamos mentalmente un taxi, lo más probable es que nos lo hayamos imaginado circulando por las calles de alguna ciudad, envuelto en tráfico y ajetreo. Y es lógico, porque la inmensa mayoría de los profesionales desarrollan su tarea en entornos urbanos. Pero, por supuesto, ... también hay taxistas rurales, con unas rutinas completamente distintas: aquí no se forman colas en la parada –que a veces ni existe–, a los pasajeros se les saluda por el nombre y los traslados al aeropuerto constituyen un acontecimiento extraordinario. Tres taxistas de pueblos vizcaínos nos hablan en estas páginas sobre su día a día.
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Manito Tellería Carranza
Manito trabajaba de administrativo en la cantera de Carranza, pero se quedó en la calle y tuvo que reinventarse: «Justo entonces se jubilaban los taxistas que había, así que me decidí. Llevo ya once años y medio y la verdad es que estoy muy contento, es muy gratificante», explica. Siendo del pueblo, ya conocía a la mayor parte de los vecinos: «Pero ahora los conozco aún más –puntualiza–. Se establece una relación muy especial, porque hacemos de recadistas, de enfermeros, de acompañantes, de todo. La mayoría de nuestros clientes son gente mayor: los llevamos a casa y les ayudamos a subir la compra», explica, en plural porque su mujer, Merche, es la otra taxista de Carranza. «Como no teníamos otra cosa, nos hemos dedicado al cien por cien y hemos conseguido que funcione: antes los taxistas tenían otras actividades».
Carranza, claro, no es un pueblo convencional, sino el municipio más extenso de toda Bizkaia, con 137 kilómetros cuadrados. «Me recorro el valle entero todos los días, y de un punto a otro puede tener veinte kilómetros, con una media de treinta personas que van y vuelven a sus domicilios», detalla. Desde fuera nos habíamos figurado una rutina plácida, pero Manito nos corrige: «Por la mañana no paramos, llega a ser estresante, porque todo el mundo quiere taxi al mismo tiempo. Procuramos que nos llamen el día anterior... Otra cosa es que salga, porque las urgencias surgen de pronto». La jornada arranca con el transporte escolar: Manito sale a las 7.15 horas y va recogiendo estudiantes en los barrios de Gorgolas, El Peso, Traslaviña y Las Barrietas, repartidos entre Arcentales y Sopuerta, para llevarlos al instituto de Zalla. «Mi mujer se levanta un poco antes y va a Lanestosa para traer hasta Carranza a los niños que van a Balmaseda», explica, en un repaso rápido de la geografía encartada.
A ese servicio se suma el auzo-taxi, un contrato con el Ayuntamiento por el que cobran dos euros a cada viajero y reciben una compensación del municipio. «Casi todos los días tenemos algún viaje fuera: a Basurto, a consultas médicas... Antes de estar nosotros tenían que recurrir a vecinos o a hijos. Yo a veces les pregunto cómo eran capaces de vivir sin taxi, porque en Carranza es algo imprescindible, esencial».
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Iratxe Álvarez Ea
Dice Iratxe que ella es «de dar palique», aunque se apresura a añadir una precisión: «He trabajado en bares y controlo cuándo quiere hablar la gente y cuándo no». Pero, desde luego, ese carácter extrovertido y animoso se nota cuando cuenta lo que llama su «experiencia taxística» en Ea. «Yo vengo de 25.000 empleos: limpieza, uñas, profesora de manualidades, cuidar ancianos, hostelería... Mi aita tenía el taxi, se prejubiló y empecé a hacerle las sustituciones.... Y al final me atreví. Llevo nueve años y muy bien», valora. Y pasa a desgranar las distintas categorías de los pasajeros que montan en su Dacia azul. Está, para empezar, la chavalería del transporte escolar que trae y lleva a diario: «Me gustan los niños. Les pongo música, hablamos...». Y otro colectivo esencial son los «juerguistas desde dieciséis hasta treinta y tantos años» que dan vidilla a sus madrugadas de verano: «Últimamente he dejado bastante la noche, pero me lo he pasado bomba trabajando en todas las fiestas, desde Bermeo hasta Mutriku. En el taxi cantan, bailan, lloran, te cuentan su vida... Siempre haces un poco de psicóloga: escuchas, ayudas, das consejos... Yo hasta reparto condones». En esas noches intensas también le tocará limpiar alguna vomitona, ¿no? «¡Solo me ha pasado dos veces! Los tengo bien enseñados».
Iratxe, que se pluriemplea en el comedor de la ikastola, disfruta de su temporada alta en verano, «aunque se ha ido alargando desde Semana Santa hasta octubre», y languidece en invierno. Más allá de estudiantes y noctámbulos, puede clasificar su clientela en tres grupos. Primero, los propios vecinos del pueblo: «Los llevo a los controles del Sintrom, al dentista, a por gasolina para la desbrozadora, al mercado de Gernika... Pero no hay tanto viaje con ellos como con la gente que está de paso una temporada: ahí siempre hay maridos o mujeres que vienen, algún viaje al aeropuerto...». Y, finalmente, quedan los turistas ocasionales: «Esos vienen en sus coches o en el bus y no dan demanda. Ni siquiera tengo parada: podría pedirla, pero soy itinerante y, con el boca a boca, ya tiene mi número media Bizkaia. Hablo en inglés con los extranjeros y ahora estoy aprendiendo francés y preparándome para hacer recorridos turísticos, que eso sí se mueve mucho».
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En realidad, aún añade un cuarto perfil que a menudo no llega a ser exactamente cliente: «También hago el servicio social de recoger gente en la carretera. Me acuerdo de un alemán que se había quedado tirado con la bici: lo llevé al Sheraton y luego me mandó un sobre con el dinero, pero esas cosas muchas veces no se cobran». ¿Y qué son, peregrinos? «Hay peregrinos y también peregrinos de la vida».
Latif Boudhaim Ibarrangelu
También Latif llegó al taxi de rebote: «Llevo ocho años. Estaba de educador social, se cerró el centro y tuve que buscarme algo». Y, aunque está muy agradecido a esta salida que le ha brindado su nuevo oficio, también aporta una necesaria dosis de realismo: «Tener un taxi en un pueblo pequeño es cosa de locos. Pagar, pagas lo mismo que en Madrid o Barcelona: estás en el ajo para lo malo, pero no para lo bueno, porque te tienes que buscar la vida. No puede ser que vivas para las fiestas, ¡no hay fiestas todos los días! Pero en un pueblo es muy importante que haya taxi». Igual que en Carranza o en Ea, el gran balón de oxígeno es el transporte escolar, al que Latif suma, los miércoles, el contrato municipal para llevar al médico o a la farmacia a vecinos de los barrios de Gametxo, Akorda y Garteiz. «Aparte de eso, la gente del pueblo recurre al taxi cuando se ve en apuros: no le arranca el coche, se le pone algún familiar enfermo, se le hace tarde y pierde el bus... La mayoría tiene coche, así que el taxi es para imprevistos. Yo suelo estar aparcado en la parada, pero igual viene alguien dos o tres veces al mes».
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A Latif se le abren las carnes cada vez que lee que en Bilbao faltan taxis, o cuando le sale un viaje al aeropuerto y ve una buena cola. «Ahí me duele el alma, ¡con todos los taxis vacíos que podríamos ir a trabajar! Yo creo que los políticos tendrían que flexibilizar el servicio en los aeropuertos grandes: que nos dejen ir a trabajar a partir de alguna hora, que abran al menos esa puerta», reclama. Y, antes de despedirse, pasa a ejercer otro de esos oficios circunstanciales que suelen asumir los taxistas de los pueblos, el de promotor turístico: «¿Usted ya conoce Ibarrangelu? Hay que visitar, hombre, es chiquitín pero muy bonito».
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