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Ni se llama Ismael, ni busca a la ballena asesina para darle muerte. Tampoco su capitán ha perdido el juicio, al menos hasta donde él está a dispuesto a admitir. Malhotra Perminder Paul Singh (el león) tiene el rostro curtido por el sol y el ... viento, y el salitre que habita cada arruga parece aflorar a la superficie cuando se bebe la primera cerveza y la espuma se agarra a su barba cuidada con esmero. No hay mucha allá de donde viene, el estado indio de Andhra Pradesh, menos aún para un contramaestre sikh, la melena envuelta en un pañuelo negro. Ha acudido al Stella Maris de Santurtzi a estirar las piernas antes de hacerse a la mar en hora y media, después de una escala que empezó al alba a bordo de un buque cargado de etanol líquido. Cuando se ponga el sol, estará de nuevo abriéndose camino entre las olas. No pide más que compañía, conexión a internet y un trago.
Siete mil marinos mercantes de todo el mundo pasaron el año pasado por el Stella Maris de Santurtzi, auténtico refugio en tierra para los que se han labrado una vida sobre las olas. Forma parte de la red del Apostolado del Mar y es competencia de la Autoridad Portuaria. Dice Andoni González, que lo mismo atiende la barra que conduce la furgoneta que recoge a los marinos que quieren darse un garbeo, que «la marinería y los oficiales prefieren no mezclarse». Tal vez influya, como dice Pérez-Reverte, que «un barco no es una democracia, ni debe serlo», y que hay silencios que no conviene romper y agravios que no desaparecen ni cuando se toca tierra.
Mandrik Andriy es un buen ejemplo de ello. El capitán ucraniano del 'Kota Bayu' acaba de llegar a puerto con su mujer, Natalia, después de un mes navegando con 'general cargo', un término ambiguo donde cabe desde maquinaria agrícola hasta raíles de tren o chatarra. Una llamada a casa, una consulta sobre dónde hacer 'shopping', tarjetas para el móvil, traslados en el bus que ha costeado el sindicato marítimo la ITF... «En un par de días zarpamos a Ferrol, el tiempo justo para ir de tiendas», desliza Andriy. María, la recepcionista, la coge al vuelo y enumera los centros comerciales de los alrededores, mientras Natalia observa escamada los abanicos con bailaoras desplegados sobre la alacena.
Por allí se descuelgan también Ang Lang, auditor de seguridad recién llegado en avión de Singapur para una revisión que durará tres días. Es su primera vez en Bilbao, y aunque no descarta «visitas culturales», parece más interesado en las compras. Mientras hace planes, pega la hebra con Krishantha Manjula, de Sri Lanka, que dispone las bolas sobre la mesa de billar. Siente añoranza de casa. A bordo es segundo cocinero y el viaje desde Egipto le ha dejado agotado. Ahora tiene la oportunidad de que sean otros los que le pongan la mesa a él. «Bilbao buena comida, esta noche pizza». Seguro que en Santurtzi le abren un poco la mente.
El Stella Maris les facilita esto y mucho más. Desde hace 90 años, este establecimiento –y la media docena que como él hay repartidos por el litoral español, desde Barcelona a Algeciras, Gran Canaria o Santander– es una suerte de hogar para quienes están acostumbrados a meses de travesía, camarotes angostos y guardias interminables. Un selecto club al que también pertenecen Rotterdam, Liverpool, Newcastle... así hasta medio millar en todo el planeta. Aquí disponen de wifi, obtienen un cambio razonable por moneda extranjera, alternan en el bar, echan una partida de ajedrez, compran souvenirs, hablan por Skype con sus familias, consiguen entradas para ir a ver al Athletic a San Mamés...
Encuentran hasta compresas, porque aunque las mujeres todavía son minoría entre esta población, cada vez hay más, ya sea trabajando en ferries o entre la oficialidad (sobre todo, en navieras finlandesas). Juguetes, ropa, comida... «Los cubanos tienen grandes carencias y a veces son abandonados a su suerte durante meses por el armador. 'Si ustedes se marchan, renuncian a cobrar los salarios atrasados', les dicen. ¿Y mientras?», se pregunta indignada Arantza Astigarraga, responsable del Stella Maris. 32 años al pie del cañón.
Los jueves llegan tripulaciones de containers y toman al asalto la cancha de basket. Algunos traen hasta la equipación. Incluso encargan misas en la capilla que capitanea el padre Joseba Beobide, ahora enfermo, como cuando el tifón arrasó Filipinas el año pasado y algunos de los marinos perdieron a seres queridos. «Recuerdo a uno que estaba desconsolado, el viento se había llevado el tejado de su casa», relata Arantza, aún con el corazón encogido.
Filipinos, chinos, ucranianos, rusos, cubanos, indios de Kiribati... El año pasado recalaron aquí 7.000, pero han llegado a ser 30.000. «Las tripulaciones son cada vez más pequeñas, y eso aunque los barcos sean más grandes. Además, hay que reducir gastos y los buques cada vez pasan menos tiempo fondeados. Un barco en puerto no produce», explica Eduardo Cruz Iturzaeta, capitán de la Marina Mercante y dueño de un curriculum de bandera: 8 años en mercantes, 2 en pesqueros, asesor de la Embajada de España en Londres. comisionado por la ONU para formar a prácticos en el Canal de Panamá... «Es lo más parecido a un hogar que tienen. Cuando un marino atraca se adentra en un ambiente hostil, donde hay gente dispuesta a engañarte, a dejarte sin cuartos. Eso aquí no pasa. Y ellos lo saben. Cuando se toca tierra una vez en cuatro meses y apenas hay tiempo para ver los calados, eso importa».
84% de ocupación media tiene la Casa del Mar de Santurtzi: el mes más flojo es diciembre –75%–, y en verano rozan el lleno. Rondan los 8.500 usuarios al año, mayoritariamente pescadores, mientras que en el Stella Maris predominan marinos mercantes (7.000 en 2018).
583.000 euros al año cuesta a las arcas forales la Casa del Mar, donde la habitación doble sale por apenas 6,07 euros la noche. En el Stella Maris, cobran a los barcos entre 12 y 40 euros. El resto se cubre con donaciones, sobre todo del Puerto.
Si el Stella Maris es destino mayoritario de marinos mercantes, la Casa del Mar lo es de pescadores, de estudiantes de Náutica, de personal de Salvamento Marítimo, de pensionistas adscritos al Régimen Especial del Mar. Unos 8.500, incluidos acompañantes, pasaron el año pasado por sus habitaciones, un servicio adscrito al IFAS de la Diputación. Sus precios sociales no tienen competencia –6,07 euros la noche en habitación doble–, lo que explica su éxito entre quienes no pueden permitirse prodigar las noches de hotel. No hay cena ni desayuno, pero el lecho caliente «permite olvidarse unas horas del camarote arrimado a la sala de máquinas, la falta de espacio y el olor a gasoil. Para muchos es la última oportunidad de echar una cabezada decente», relata Javier Franco, gobernante desde hace tres años. También se hacen altas y bajas de la Seguridad Social, se tramita el paro...
Su ocupación es elevada, del 75% en diciembre –el mes más flojo– a rozar el lleno en verano. «Contar con cama y una ducha es una bendición», admite Abel Boada, peruano enrolado en Ondarroa que lleva «5 años sin ver a la familia», encadenando campañas entre Irún y Galicia, en busca de chicharro, 'cola negra', anchoa o verdel. También lo es para la vallisoletana Trinidad Serrano, 19 años en ferries, primero en el 'Pride of Bilbao' y ahora a sueldo de Brittany Ferries con pasajeros y carga. «Para mí, la hospedería de Santurtzi es como mi segunda casa. Ahora paso más tiempo en Portsmouth, pero antes el trasiego era constante y no podía permitirme un hotel».
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