Ainhoa De las Heras
Sábado, 2 de mayo 2015, 01:22
«Ningún ser humano merece morir como murió mi hermana». Monika, hermana de Yenny Sofía Revollo, primera víctima del falso shaolín, a la que después de matar, descuartizó, y el resto de su familia en el barrio Caribe, al sur de Montería, en Colombia, están « ... tristes» tras conocer la sentencia que condena a 38 años de cárcel a Juan Carlos Aguilar por los dos asesinatos con alevosía. «Es una condena injusta por cómo mató vilmente a dos mujeres indefensas. Hizo lo que quiso con ellas».
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La mujer, muy afectada por la pérdida, extraña a su hermana cada día. Está convencida de que el asesino de Yenny y Ada saldrá de la cárcel antes de los 25 años de límite máximo de cumplimiento por «buen comportamiento». «Es una amenaza para toda la sociedad, un lobo hambriento que buscará otras víctimas, más ahora que ya está acostumbrado a matar», advierte con crudeza. «Estamos tristes, esperábamos más», confiesa. Y anuncia: «Vamos a presionar para intentar hacer una apelación», en referencia a la posibilidad de recurrir el fallo en los diez días posteriores a que se haya comunicado a las partes.
Tras el veredicto de culpabilidad por doble asesinato, sin considerar el agravante de ensañamiento en el segundo crimen, el magistrado-presidente era el encargado de fijar la condena y no aplicó la pena máxima de 40 años, sino 19 años de cárcel por cada uno; en total, 38 años, de los que no cumplirá más de 25. Las acusaciones, entre ellas su abogado, Jorge García Gasco, calificaron el fallo de «liviano». Esperaban un «mayor reproche penal» para los dos crímenes que más han estremecido a la sociedad vasca en los últimos años.
«Eso no es nada porque con la rebaja se va a quedar en 25 años de cárcel, doce y medio por cada una de las dos mujeres a las que mató. ¿Te parece una condena justa? Eso no es justicia», se duele Benicia, la madre de Yenny, que finalmente no pudo asistir al juicio en Bilbao, como era su intención, por una demora con el visado. La mujer se ha quedado en Colombia «con mucho dolor». Quería mirar a los ojos al «demonio» que acabó con la vida de su hija.
Maureen Ada Otuya, de 29 años, era el sustento de su familia, que sobrevive en una granja de Nigeria. Ejercía la prostitución en la calle, lo que la convirtió en una víctima fácil para el falso shaolín. Tenía seis hermanos de entre 6 y 21 años, además de sus padres. Algunos días no pueden ni comer. Un día antes del crimen había hablado con su padre y, al confesarle éste que no había comido, le prometió enviarle dinero, pero eso nunca ocurrió. «Además de arrebatarnos a una hija, nos ha quitado la comida de la boca. Su madre no deja de llorar y tiene que tomar pastillas», explica Godspower Otuya, el padre de Ada, en una conversación telefónica. «Quiero la pena máxima para el asesino de mi hija», clamó, antes de conocer la condena, que les parece «insuficiente».
Su abogado, José Miguel Fernández, baraja presentar alguna reclamación al Estado para que un miembro de la familia de Ada pueda obtener un permiso de residencia que le permita ganarse la vida en Bilbao como su hermana y pueda así mantener a la familia. «En África no hay nada, ¿quién va a ayudarles ahora?», se pregunta una amiga de Ada, también nigeriana, en Bilbao.
De haber viajado, tampoco habría podido cumplir su deseo de cruzar la mirada con Juan Carlos Aguilar. El acusado se mantuvo durante las cuatro sesiones que duró la vista oral, y después en la lectura del veredicto, con los ojos cerrados, como ausente, en actitud meditativa. «Estaba muy fresco, ni siquiera se ha arrepentido de haber matado a dos mujeres».
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«Ese asesino desalmado me mató a mi hija tres, cuatro, cinco veces... no una sola. Cada parte de ella que cortaba para mí era una muerte más. La mató muchas veces, la hizo pedazos», susurra.
Yenny Sofía Revollo no tuvo una vida fácil. Nació en una familia humilde y tuvo que dejar los estudios de Medicina para ponerse a trabajar. «Montó una peluquería» allá en Colombia. En Bilbao también estuvo trabajando como «estilista». Cuando su hijo mayor, de los tres que tuvo, tenía siete años, «lo arrolló un carro y lo mató». «Ella se desesperó, perdió la alegría, las ganas de seguir adelante», recuerda su madre. La pérdida dramática del pequeño supuso un punto de inflexión en la vida de la joven colombiana. «Cuando salía me llegaba tomada y no paraba de llorar». Finalmente, optó por «huir» a un «sitio en el que su hijo no hubiera estado nunca para que no le recordara a él». Así recaló en Bizkaia.
En junio de 2013, Benicia tuvo un pálpito. Llevaba cuatro días sin saber nada de Yenny y al escuchar «en el noticiero de las siete» que una joven había aparecido descuartizada en un gimnasio de Bilbao, «el corazón me dijo que algo malo le había pasado a mi hija».
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