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FRANCISCO APAOLAZA
Domingo, 8 de mayo 2016, 03:35
«Dame un beso, Iván, que nos vamos. Me ha gustado mucho conocerte. Hasta pronto... ¿Iván? Adiós. ¡Nos vamos!». Iván juega con un Ford Mustang azul con detalles rosas, un cochecillo al que da vueltas con una mano delante de su cara. Entonces levanta sus ojos cansados, los posa sobre el rostro del periodista y en silencio los devuelve al juguete, con un gesto entre el enfado y la pena.
Marcos, su padre, se excusa y mira muy de frente, con esa determinación que le permite seguir luchando: «Perdona, es que Iván nunca dice adiós». Iván cuenta hasta cien, se sabe los modelos y marcas de todos los coches, pero no se despide, por si acaso, como si después de un tumor cerebral, varios tratamientos oncológicos, 25 operaciones en el cráneo, la cabeza como un mapa de cicatrices y cinco años y medio -de seis- enfermo, ya no se atreviera a darle a nada ni a nadie la más mínima oportunidad de llevárselo de este mundo. Para pasar a la siguiente ronda, necesita 70.000 euros y los necesita ya. Fuera de la casita de Getafe en la que al atardecer huele a flores y a hierba cortada, cuando nos sentamos al volante, nos tiemblan las rodillas.
Marcos Sánchez tiene 44 años y Patricia Basurto, 41. Son los padres de Iván. Ambos son pilotos de helicóptero en la Policía Nacional. De antes de la enfermedad no recuerdan casi nada. Sí, una cita en una pizzería de Torrelodones el día en que Patricia supo que estaba embarazada. Poco más. «Es como si esto se hubiera llevado toda la vida por delante, como si lo hubiera borrado todo», dice Marcos.
Esta historia empieza cuando Iván tenía seis meses y mostraba cierta inestabilidad. «Ahora nos damos cuenta, cuando vemos los vídeos y vemos que giraba hacia un lado la cabeza», explica Patricia. En la guardería también comenzaron a notar cosas raras. Marcos se enfadaba y en casa, por las noches, le obligaba a gatear. «¿Ves cómo sí puede hacerlo?», le decía a su mujer. Un 28 de noviembre, el bebé ingresó por un catarro y en el hospital notaron algo. El 3 de diciembre de 2010 le diagnosticaron un tumor en el tronco cerebral, el peor sitio. El día 14 le operaron. El 21 les comunican que es benigno. Pero no lo era. En febrero ya tiene el tamaño de una pelota de tenis. En mayo y junio los cirujanos tienen que entrar de nuevo en su pequeño cráneo porque ha crecido y porque tienen que cambiarle una válvula que regula la presión dentro de su cabeza. En julio le dan la primera línea de quimioterapia, viajan a Houston y el 22 de octubre se enteran de que el mal se ha extendido por la médula. Y entonces escuchan la sentencia por primera vez: «Esto en el siglo XXI no tiene cura». La hipófisis de Iván ya no funcionaba. Dejó de crecer.
Inconsciente en el coche
Pasaron dos años y el viernes 22 de marzo de 2013 parecía que el final estaba a punto de llegar. Los médicos creían que todo formaba parte «de la progresión normal de la enfermedad» y los padres llegaron a temer que no pasaría de ese fin de semana. Marcos y Patricia circulaban por Madrid con su hijo inconsciente en el coche: volvían a casa para que muriera entre los suyos. Marcos se convirtió entonces en una suerte de John Q., ese padre coraje que se rebela como un puma contra el sistema para salvar a su chaval. Mientras Iván duerme, da con el doctor José Hinojosa, que examina su cuerpecillo en el Doce de Octubre y está de acuerdo: «Hay que cambiarle la válvula». Consiguen que lo operen y desde la UCI les avisan de que si hay problemas de madrugada, lo dejarán ir. Marcos solo pide una cosa: «Cuando entremos, el niño tiene que estar vivo». La doctora le dice que no llegará al lunes, que se convenza, «que no». A las cinco de la mañana, llaman de la UCI: Iván pide Papá, mamá, coches. Lo han salvado.
El estado del tumor es el mismo, pero, después de cada operación, asoma la vida en pequeños milagros, cosas sencillas: el niño llora, el niño tiene hipo, el niño grita... «Vamos descubriendo cosas», recuerda Patricia, mientras lo mira dormir en el suelo del salón-cocina de los abuelos, cubierto por una manta de coches, junto a un parking de juguete coronado por un helicóptero amarillo como el de mamá.
En junio de 2014, termina la quimioterapia. En octubre vuelven a operarle otras cuatro veces, una quinta en junio de 2015, tres más en octubre, y llevamos veintiuna. Iván se comienza a dar cuenta de lo que es un quirófano. Cuando Benedicto XVI visita España y lo toma en brazos, el niño no para de berrear porque viste de blanco y cree que es un médico. Todos los días -esta mañana también-, Marcos le suelta «Hijo, ¿tú eres feliz?», e Iván responde «¡Ay, sí!». Es el carburante que le permite seguir adelante. En todo ese tiempo, se ha librado de la pregunta que tantas veces ha escuchado a su alrededor y que es la que más teme: «Cuando les dicen Papá, mamá, ¿me voy a morir? y los padres dicen que no, cuando saben que es que sí, o cuando les explican que van a separarse un tiempo pero que se juntarán algún día. Eso no lo debería vivir ningún padre», se confiesa Marcos, que hace tiempo que fuma demasiado y descansa demasiado poco. Cada noche, reza y recuerda a los 67 niños que en este tiempo ha visto irse. Fue a los primeros seis funerales y vio las primeras seis cajas blancas. Después dejó de asistir. «Hay padres que no tienen fuerza para seguir. Yo, que soy cobarde, creo que no podría, que me quitaría de en medio». Curiosamente, busca apoyo en ellos, en la Asociación Voz por la Oncología Infantil (VOI).
Marcos sigue corriendo, como esos soldados de la gran guerra que seguían avanzando después de que les volaran los pies. Duerme una o dos horas al día. El resto del tiempo lo pasa enviando correos a todos los oncólogos del mundo en busca de una esperanza, pero todos regresan con «esa maldita palabra»: Unfortunately, desafortunadamente, su hijo no es candidato a tratarse.
«Lo vamos a conseguir»
En febrero de 2016, el quiste había crecido de nuevo en la cabeza de Iván. El 1 de marzo, el doctor Hinojosa sale del quirófano demacrado, como si acabara de sofocar un incendio. Los padres se esperan lo peor, pero la noticia es otra. Ha retirado el 95% del tumor. Nadie sabe cómo ha entrado en el tronco cerebral, pero lo ha hecho. Hasta entonces, Iván no podía tratarse con terapia de protones, una técnica de radioterapia altamente efectiva, pero solo aplicable a ciertos tumores. Ahora, sí es posible. El 8 de marzo, en el correo de la clínica de Oklahoma City ya no aparece la palabra Unfortunate- ly. Marcos lee curación por primera vez en cinco años y medio. También le aceptan en Praga, donde curaron a Ashya King en 2014: sus padres fueron detenidos en España por sacar a su hijo de un hospital de Southampton sin permiso. Pero hoy en día Ashya está curado y ha vuelto al colegio.
Esta última fase del tratamiento cuesta 100.000 euros.Ya se han gastado otros 350.000 en viajes y atenciones previas (han tenido que contratar hasta cuatro asesores médicos) y han hipotecado hasta los zapatos. No les queda un euro. Ahora necesitan 70.000, pero los necesitan ya. Si el tumor de Diego crece, tal vez no se pueda hacer nada. «Lo vamos a conseguir. Ha luchado tanto que ahora no puede salir mal». Iván se aferra a la vida, por eso sigue sin decir adiós.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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