La sorprendente aparición del arzobispo de Bolonia, Monseñor Zuppi, en la comisión internacional de verificación del desarme de ETA nos descoloca a muchos católicos vascos. ... El enfado de Munilla lo escenifica hasta el exceso. No reivindico nada personal. Durante años, me comprometí activamente con la paz desde mi condición de ciudadano, cristiano, sacerdote y humanista convencido. Cuando ETA anunció el cese definitivo de su violencia terrorista en 2011, mi alegría fue inmensa y, confiado en que iba en serio, alcancé esta convicción: el cosido político de la paz tiene otros actores legítimos y competentes; a nosotros, en cuanto Iglesia, nos toca hacer ahora un servicio ético y religioso de primera magnitud pero poco vistoso. Así lo he pensado hasta hoy.
Al poco tiempo de componer esta idea, la sustitución del episcopado vasco por otros candidatos con un perfil eclesial tan distinto, me convenció de que Roma introducía una señal de desapego social desmedido; me preocupó, pero ahí quedó el dato; la vida intraeclesial nos urgía. Este giro drástico en el episcopado vasco nos dejó sin norte en la cuestión, porque es verdad que cada uno de los cristianos, y los curas también, es autónomo en las posiciones morales en política, pero pesa mucho saberse referido a alguien que marca una dirección y lo hace sumando voluntades. En el silencio sobre el proceso de paz que se hizo tras 2011 y la sustitución de Uriarte y, después, de Asurmendi, también pesaron otros factores además de las personas de los nuevos obispos. Pesó en algunos de nosotros, he dicho antes, la convicción de que la sociedad democrática vasca contaba con sujetos políticos perfectamente capaces y legitimados para lograr una salida justa al final de terrorismo, y que el protagonismo de la Iglesia en el proceso de negociación solo podría verificar un rancio neoconfesionalismo; y pesó, también lo subrayo, la idea de que entre una cosa y otra el catolicismo vasco se vaciaba de voceros de la fe en sentido estricto. Nunca he creído que la atención a la paz y la justicia nos hayan distraído de Dios; al contrario, son factores definitorios del camino de la fe y su anuncio. Sin ellos, todo termina en ideología religiosa sin encarnación. Pero era lógico analizar si la atención de horas sin cuento al logro del final del terrorismo y el comienzo de la paz nos había mermado posibilidades de evangelización dirigidas más explícitamente a la confesión de fe. Podría multiplicar las razones para entender que la presencia de arzobispo Zuppi haya sido más que una sorpresa.
Es cierto que se puede condicionar a título de qué estaba en ese lugar y día, pero que lo hace con la autorización del Vaticano, sin duda. Y que representa una toma de posición pública de la Secretaría de Estado Vaticana distinta a la de los obispos vascos, también. Y que no estaban informados, ya lo ha reconocido Munilla. Cabe pensar que la posición pública de los nuevos obispos vascos ha provocado extrañeza en el Vaticano y que Roma ha querido asumir un papel directo a través de Zuppi. Desde luego, ninguno de los obispos vascos en activo iba a estar en esa fotografía y lugar, pero pudo haber quien los representara. Es claro que si el Vaticano pensaba estar en Baiona, y dado que conocía la posición desconfiada de los obispos ante el proceso de paz, los ha dejado en feo y les dice que una implicación más visible y positiva es necesaria. Guste o no, es lo que hay. No es dogma de fe, pero por aquí van las cosas.
Personalmente, no esperaba esa presencia por las razones dichas y me pregunto si la deseaba. Soy partidario de los pasos que se dan en el final del terrorismo, pero prefería más una Iglesia vasca muy implicada en el sustento ético del proceso de paz (verdad, justicia, reconocimiento, generosidad, respeto, libertad), traducido a procesos de concienciación y presencia social muy depurados de política partidista, que no una presencia directa de los eclesiásticos en la mesa de los acuerdos; por eso que la aparición del arzobispo Zuppi en el día de autos me sorprendió, peno no me molestó; yo puedo pensar de otro modo, pero no me molestó; quienes tienen que recorrer unos pasos son los obispos vascos, pues está bien que no fueran ellos los presentes, pero estaría mal que no entendieran que Zuppi estaba por ellos. Esto es lo que hay que corregir. Si eres obispo por nombramiento de Roma, ya sabes lo que hay. El cristiano de a pie tiene, tenemos, más libertad. No es fácil recomponer la figura, porque la mayoría de las víctimas lo entenderán como equidistancia, pero en ellos está lograr que su preferencia inequívoca por las víctimas de ETA y por todos los que han sufrido injustamente la violencia política contra ETA sea rotunda. Roma dice que rotunda no significa menospreciar los pasos que va dando el proceso de paz, sino sumarse con exigencias propias a él; con exigencias propias, pero sumarse. No es un dogma de fe, pero los obispos tienen que tomar nota de lo que se les reclama. Así están las cosas, y ahora toca asumirlas y seguir.
Para mí, la opción fundamental de la Iglesia vasca pasa por acompañar un relato verdadero y digno con las víctimas y sufrientes injustamente; por humanizar este proceso con el ejercicio de llamadas y acciones de reconocimiento del otro; con el perdón pedido y ofrecido por quienes tengamos responsabilidades más claras y variadas; por la denuncia de la ruina que son siempre el odio y la venganza; por la humanidad de todos y el valor añadido que la fe cristiana ofrece a las personas en su vida y a la sociedad en su política. Todo esto hay que discernirlo y concretarlo en hechos y caminos. Valoro mucho el reconocimiento de una fe religiosa y ética que diga siempre y con claridad: solo Dios es Absoluto, y lo es como pobre y misericordia, mientras que los pueblos y sus derechos, y las concepciones sobre ellos siempre son relativas a la persona y su dignidad. Relativizar éticamente la posición política de todos sobre la nación es moralmente muy sano; imprescindible para respetar a los conciudadanos.
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