guillermo elejabeitia
Sábado, 8 de abril 2017, 01:47
Uno de los arquitectos españoles más influyentes del siglo XX levantó en Durana, a las afueras de Vitoria, una de sus obras más singulares. Francisco Sáenz de Oiza, autor del santuario de Arantzazu o del edificio Torres Blancas en Madrid, apenas proyectó viviendas unifamiliares a ... lo largo de su dilatada carrera, pero exploró los límites de la modernidad en esta casita de veraneo cuya concepción linda con la poesía. Poco conocida incluso para sus vecinos, pero aclamada por arquitectos de reconocido prestigio, la vivienda sale a la venta por una cifra que ronda el millón de euros. Aunque es un hito del Movimiento Moderno en el que trabajó siendo todavía estudiante Rafael Moneo, no está protegida. Su supervivencia dependerá de la sensibilidad artística de su comprador.
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El autor navarro daba clases en la Escuela de Arquitectura de Madrid cuando recibió la llamada del doctor Fernando Gómez. Quería una casa en la que reunir a sus hijos durante las vacaciones y consultó a su amigo el arquitecto vitoriano José Erbina. «Tengo un profesor que me encanta», fue su respuesta. No era el único. Oiza, que dedicó gran parte de su vida a la docencia, dejó una profunda huella en varias generaciones de arquitectos españoles. El maestro, que entonces se hallaba inmerso en la construcción de viviendas sociales en Madrid y acariciaba la que sería su obra cumbre -Torres Blancas- aceptó el encargo, quizá en busca de un proyecto en el que volcar sus nuevas inquietudes. Carmen, la segunda hija del doctor Gómez, tenía entonces 10 años.
«Oiza vino algunos fines de semana a Vitoria para conocer a la familia, comía con nosotros y se interesaba por nuestro estilo de vida», recuerda Carmen. De aquellas reuniones surgieron algunas ideas para la casa. «A mi madre le encantaba guisar y él situó la cocina en el centro para que no se sintiera aislada; como en principio iba a ser solo para el veraneo, dio menos tamaño a las habitaciones en favor de la sala de estar». Un primer proyecto, hoy perdido, tenía unas cubiertas planas, a la americana, «pero a mi padre no le gustó, quería algo más tradicional».
El resultado final encaja a duras penas en el adjetivo tradicional. Más bien representa «una valiosa y temprana apuesta de Sáenz de Oiza por una modernidad muy evidente y más orgánica», describe Celestino García Braña, presidente de la Fundación Docomomo Ibérica, dedicada al estudio y valoración de la arquitectura del siglo XX. Su seña más característica es precisamente un tejado a tres aguas que se despliega de forma irregular por la planta del edificio «como un paraguas». Sus aristas se prolongan hacia el jardín a través de largos muros que compartimentan los espacios según su uso y contribuyen a potenciar la fluidez entre el interior y el exterior. «Una solución vanguardista que remite a la obra de Mies van der Rohe». El centro de la casa es una chimenea de ladrillo que dibujó Rafael Moneo. El primer Pritzker español se curtió como arquitecto en el estudio de Oiza, que entre otras cosas le encargó diseñar la casita del guarda que recibe al visitante, al fondo del pequeño bosque que protege la vivienda de las miradas de los curiosos.
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Materiales austeros
No es una casa ostentosa. La elección de materiales muy austeros -tejas viejas reutilizadas de una antigua fábrica, ladrillo de Tudela y madera de pino finlandés- es otro de los rasgos que dan personalidad a un lugar en el que el lujo está en los espacios que proporciona para vivir. «En pocos metros consigue una gran riqueza de ambientes y una relación muy interesante con el paisaje», explica Braña.
«Es una casa muy cómoda, no muy grande, pero donde todos encuentran intimidad», corrobora Carmen. Como en esa caprichosa habitación colgante que usaban como cuarto de juegos. Cuando la estrenó, siendo todavía una niña, «no era muy consciente de que era tan singular, aunque es cierto que la gente que pasaba por la carretera nos tomaba por locos», bromea. Pronto empezaron a llegar arquitectos interesados en una obra que Oiza valoraba tanto como para hacer de ella su proyecto de doctorado. En estos cincuenta años, el goteo de estudiosos ha sido constante, «y me ha hecho ser consciente de que vivo en una joya».
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En 2003, después de una completa restauración que muestra un respeto reverencial por la obra del navarro, decidió convertirla en su residencia habitual. Pero con sus hijos viviendo lejos de Vitoria, Carmen y su marido se plantean ahora desprenderse de ella para estar más cerca de los suyos. El arraigo sentimental es inevitable, «pero tenemos que ser prácticos». Se resiste a dar un precio, pero expertos del sector inmobiliario valoran la vivienda en torno a un millón de euros, aunque el mercado tiende a maltratar este tipo de arquitecturas.
«Lo ideal sería que la comprara alguien a quien le interese el arte para que la mantuviera tal y como está», desliza Carmen. Pero puede no ser así. La casa carece de cualquier tipo de protección urbanística, por lo que un nuevo dueño estaría en su derecho de alterarla a su gusto o incluso de derribarla. El ejemplo de la Casa Guzmán en Madrid, obra de Alejandro de la Sota, está muy reciente. Su propietario la echó abajo para construirse un chalé porque le parecía «triste y fría».
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«Sáenz de Oiza es un referente y esta es una de sus obras clave; en la sede del Banco de Bilbao que levantó en Madrid está protegido hasta el falso techo, aquí debería ser igual», defiende Alberto Esparza, vocal del Colegio de Arquitectos Vasco Navarro. Pone como ejemplo las casitas de Alvaar Alto en Finlandia, «visita obligada para miles de turistas y aficionados a la arquitectura». Cabe la posibilidad de que una institución adquiera la vivienda para dedicarla a celebrar la obra de Oiza. Pero Durana es una plaza complicada para un museo y aunque «se aseguraría su conservación -dice su dueña- la casa dejaría de ser vivida».
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