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César Coca
Domingo, 2 de abril 2017, 02:34
La vida de este hombre tan pacífico, intelectualmente brillante y proclive al diálogo tiene tres hitos fundamentales marcados por las pistolas. El primero fue cuando solo tenía tres años. Lérida, su ciudad, sufrió un bombardeo terrible, uno de los peores de la Guerra Civil. Su ... familia, como tantas otras, fue evacuada a un pueblo próximo y allí, cuando se acercaban los aviones, se refugiaban en una acequia cubierta desde la que muchas veces veían a los soldados avanzar con sus armas en la mano. Casi veinte años más tarde, cuando estaba terminando sus estudios de Derecho en Madrid, presenció la revuelta estudiantil, tiroteos incluidos, que derivó en un cierre de la Universidad por varios meses, con numerosos intelectuales detenidos y otros que tomaron el camino del exilio. Un cuarto de siglo después, contempló desde un puesto de privilegio cómo un grupo de guardias civiles irrumpía en el Congreso para protagonizar un golpe de Estado que tuvo en vilo a todo el país durante unas horas. La primera de esas escenas quedó grabada en la mente de Landelino Lavilla como la guerra que no se podía repetir. La segunda, como la estampa de un país que pedía a gritos un cambio político y social que debía dirigir en su momento la generación a la que él pertenecía. La tercera, seguida de un posterior fracaso electoral, le indicaba el camino de salida de la política, después de haber sido una de las figuras más relevantes de la Transición. De estas tres estampas y de una vida fecunda en la que optó por el servicio público en vez de una prometedora carrera privada en la abogacía habla en esta larga entrevista. Lavilla, que fue ministro de Justicia y presidente del Congreso tras la muerte de Franco, se arrellana en un sillón y su voz suena cálida en uno de los solemnes salones del Consejo de Estado, del que hoy es miembro. Aquí entró como letrado tras sacar la oposición con el número uno con solo 24 años.
Tengo imágenes sueltas de la guerra, como estampas. Cuando Lérida sufrió aquel bombardeo, uno de los obuses cayó sobre la fachada de nuestra casa y el balcón del piso de encima se desplomó. Otra estampa es de la evacuación. Estábamos en una casa de campo y dormíamos en el granero. Recuerdo a mi padre cargando con un colchón al hombro.
¿Y de soldados? ¿Tiene recuerdos de soldados?
Sí, de los que veíamos cuando se acercaban los aviones y nos ocultábamos en un refugio. Desde algunas rendijas mirábamos a los soldados que pasaban por allí. También tengo algún recuerdo de ir en un autobús de noche con las luces apagadas. Me han contado que, como mi padre era de los Monegros, nos llevaron allí una temporada y el autobús hizo el recorrido de noche y por una carretera poco habitual...
¿Cómo era de niño?
Era más bien tranquilo y poco hablador. Lo soy más ahora.
Un salto en el tiempo, hasta la segunda etapa de su vida. Estudió Derecho en Zaragoza. ¿Por qué allí y no en Barcelona?
De mi curso del Bachillerato fuimos más a estudiar a Zaragoza que a Barcelona. Entonces, lo más lejos de casa que había estado era Zaragoza por un lado, Barcelona por otro y los Pirineos por el norte. Mis padres, con una mentalidad provinciana, pensaban que Barcelona era una ciudad más grande y me adaptaría peor. Es curioso que mi hermano, poco después, sí fue a Barcelona a estudiar.
Pero la carrera la acabó en Madrid. ¿Por qué?
Al terminar primero, ya le dije a mis padres que quería marcharme a otra universidad con mejores profesores. Estaba en una que era muy muy de postguerra y no podía evitar pensar que aquello no me abría demasiados horizontes. Por eso, indagué dónde estaban los mejores profesores y cuando supe que era en Madrid decidí venir. Mi padre entonces vio una convocatoria de cinco becas que requería de una oposición y que incluía el pago de la residencia.
- Después de su fracaso electoral renunció a algunos cargos y a ser candidato a ocupar puestos de relevancia política. Es usted una rareza en un país en el que los políticos se aferran al sillón.
- No estaba dispuesto a aceptarlos. Viví seis o siete años de una gran intensidad, con un riesgo cierto que sentía mi familia, pero yo ni me planteaba porque estaba inmerso en mis tareas. Si acepté ser presidente de UCD fue porque Calvo Sotelo me dijo que abandonaría el Gobierno si no lo hacía. Asumí el cargo para garantizar una transferencia de poder tranquila a los socialistas.
- ¿Mantuvo la relación con Adolfo Suárez mucho tiempo?
- Sí, hablábamos por teléfono con frecuencia y también quedábamos a comer muchas veces. Me preocupaba que no tuviera ninguna tarea institucional.
- ¿Siguió viéndolo también durante su enfermedad?
- Ya estaba en los inicios de la enfermedad cuando un día que estábamos comiendo en su casa llegaron su hijo y su esposa, que se incorporaron a la charla. Horas después, me llamó su hijo para decirme que querían proteger a su padre ante lo que le estaba sucediendo. Decidí no volver a ir y en adelante hablaba con su hijo para saber cómo seguía.
- ¿Suele coincidir en algún lugar con otras personas relevantes en la Transición?
- Salgo poco, pero asisto a los plenos de la Academia de Ciencias Morales y allí coincido con Ramón Tamames, Miguel Herrero, Raúl Morodo, Marcelino Oreja... Pero poco más. Con el tiempo, he ido aliviándome de cosas.
- Una pregunta a un catalán. ¿Qué posibilidades ve de que Cataluña sea independiente?
- Puedo ser un crítico muy severo sobre cómo se están haciendo las cosas, pero es algo que veo falto de sentido. En un momento u otro, el seny pondrá su sello. Y se lo digo a ellos también.
- ¿Se puede modificar la Constitución?
- No pensemos que lo que hicimos es eterno. Se puede modificar, pero ordenadamente.
Su primera oposición.
Sí. Me presenté y saqué la quinta beca, aunque le diré que yo estaba en segundo de carrera y los que ganaron las cuatro primeras ya la habían acabado y querían trasladarse para un postgrado. Así que me vine a Madrid a hacer tercero de Derecho y me alojé en el colegio mayor San Pablo, por el que pasó mucha gente que luego tendría un papel relevante en la política española.
¿Mantiene algún contacto con sus compañeros de aquellos años?
Sí, nos reunimos varios de forma periódica. Es ahí donde ves cómo pasa la vida. Hasta hace bien poco éramos cuatro los que nos citábamos a comer una vez cada dos meses, y ya en la última ocasión solo quedábamos tres. Somos todos de la última promoción de la facultad que estaba en San Bernardo.
La gran conmoción
Fue de aquel aserón de San Bernardo a punto de dejar de ser sede académica la facultad se trasladó meses después a la Ciudad Universitaria, al edificio que sigue ocupando de donde partió la manifestación de protesta que derivó en un altercado como no había habido otro en Madrid desde el final de la guerra. El Gobierno tomó medidas de emergencia, suspendió las clases hasta junio, detuvo a intelectuales que apoyaban el movimiento, como Tamames, Elorriaga, Múgica y Pradera, y forzó las dimisiones de Laín Entralgo como rector de la Complutense y Ruiz Giménez como ministro de Educación. A partir de esos meses, ya nada fue igual para el régimen de Franco porque la Universidad estaba perdida.
Aquello fue una conmoción para mí. Entonces fui consciente de que el gran cambio que tenía que hacer España era una tarea que iba a tocarnos a los de mi generación. En el colegio mayor nos recomendaron que nos fuéramos a casa porque la Universidad estaba cerrada y podía haber problemas. La mayor parte de mis compañeros lo hicieron, pero yo debía quedarme porque la beca me obligada a hacer algunas tareas que requerían mi presencia aquí.
De momento, inició una velocísima carrera profesional, porque con 23 años era letrado del Tribunal de Cuentas. Hoy algo así parece imposible.
Fueron las circunstancias. Acabé la carrera aquel junio de 1956 e hice las milicias en La Granja. Un compañero del colegio mayor me dijo que iban a convocarse oposiciones para el Consejo de Estado y, aunque en principio mi intención era presentarme a las de Abogacía del Estado, me gustó la idea. Pero las oposiciones no salían y yo tenía que irme a terminar las milicias.
¿Y qué hizo?
Para pedir prórroga había que firmar unas oposiciones. Justo entonces salieron las del Tribunal de Cuentas y un amigo y yo las firmamos. Como no terminaban de convocarse las del Consejo, nos presentamos a aquellas y sacamos los dos primeros puestos.
Con 23 años y un empleo estupendo, además de estudiar haría otras cosas. ¿Cuáles eran sus aficiones?
Me gustaba mucho el fútbol. Estando en la Universidad, jugaba y cuando llegué a Madrid de las primeras cosas que hice fue ir al estadio de Chamartín y al Metropolitano, que estaba muy cerca del colegio mayor. Además, uno de los colegiales era Pérez Payá, que luego jugó en el Atlético de Madrid y el Real Madrid y presidió la Federación Española.
¿Cuál es su equipo?
El Lleida. Me acuerdo de que el año que acabé el Bachillerato subió a Primera. Podría decirle la alineación titular de aquella temporada, que terminó con un récord de goles... en contra. Enseguida bajó a Segunda, claro.
Además del fútbol, ¿no tenía otras ocupaciones, digamos, lúdicas?
Me gustaba mucho el teatro. Otro compañero de colegio mayor, que también era futbolista, se casó luego con la actriz Marisa de Leza, así que ya ve que todo estaba conectado.
Con 25 años llegó al Consejo de Estado como letrado. ¿Nunca tuvo la impresión de que iba muy rápido, de que no le quedaban demasiadas cosas por hacer en lo profesional?
Preparé las oposiciones para ingresar en el Consejo estando en las milicias porque ya no pude pedir otra prórroga. Elegí terminar en Lérida porque eso me permitía estar en casa, y además me dieron todas las facilidades para estudiar. Cuando acabé las milicias y regresé al Tribunal de Cuentas pasó lo mismo: todos entendían que quería venirme aquí y me ayudaban en lo posible. Recuerdo que llevaba siempre cuartillas en el bolsillo de la chaqueta o del abrigo y podía repasarlas en cualquier lugar. En cuanto saqué la oposición, me casé.
La noche más difícil
Después entró en Banesto como asesor gracias a que los diarios de la época publicaron una nota sobre el joven que había sacado el número uno en la oposición al Consejo de Estado. Aquel empleo le valdría, lo recuerda con una sonrisa, para hacer su primer viaje fuera de España. «No le cuento los países que conocen ahora mis nietos con esa edad...», dice. Después entraría en la Editorial Católica, que publicaba el diario Ya, y sería uno de los fundadores del grupo Tácito, que terminaría por convertirse en un núcleo de oposición al régimen. Aquel grupo recibiría una apelación por parte del Gobierno de Arias Navarro, formado tras el asesinato de Carrero Blanco. «Varios de nosotros aceptamos ir de subsecretarios pensando que se abría un camino para el cambio, pero esa impresión duró bien pocos meses. Llegué a la conclusión de que era imposible cambiar el sistema desde dentro. Y creo que el hecho de que fuera así propició una reforma más rápida tras la muerte de Franco». De una de las paredes de la sala donde tiene lugar la conversación cuelga un retrato del general Gutiérrez Mellado, uno de los protagonistas, bien a su pesar, del 23-F. Otro lo fue el propio Lavilla, que presidía el Congreso de los Diputados.
Ya habían hecho la reforma democratizadora y de pronto entran los guardias civiles en el Congreso. ¿Qué pensó cuando vio a Antonio Tejero pistola en mano? ¿Qué recuerdos tiene?
Lo primero que recuerdo es que me apuntó con la pistola y me dijo: «Quítate de ahí». Luego ya me habló un capitán. Mi preocupación durante las primeras horas era que no pasara nada que hiciera de aquello un proceso irreversible. Me pidieron que hablara a los diputados, pero les dije que no ejercería de presidente mientras hubiera personas armadas en el hemiciclo. Aunque luego hablé cuando lo consideré necesario para mantener la tranquilidad.
Creo que su mujer y uno de sus hijos estaban en la tribuna de invitados.
Sí. Cuando me obligaron a agacharme, como a todos los diputados, lo hice de tal manera que por encima de mi mesa podía verlos en la tribuna, hasta que los sacaron a la calle.
¿Habló mucho con los guardias durante aquella noche?
Lo más tenso fue la primera salida a mi despacho. Habían pasado ya unas horas y aún no lo habían ocupado. Me acompañaron varios guardias y al entrar les dije que iba a llamar al Rey y a mi mujer.
¿Se lo permitieron?
Empezaron por decirme que para qué quería llamar a mi mujer. Cuando les expliqué que era para contarle que estaba bien, me contestaron que tampoco sus mujeres sabían cómo estaban ellos. Así que les ofrecí que usaran mi teléfono, que aún no había sido cortado, para que llamaran.
¿Le dejaron hablar con ella?
Sí, y en una conversación muy breve ya me contó que en la calle no pasaba nada, que no estaban los tanques circulando por Madrid.
¿Llamaron los guardias a sus esposas?
No, ninguno lo hizo.
¿Y la conversación con el Rey?
No me dejaron hacerla. Estuvimos en el despacho un rato. Me hablaron de la situación de España, del terrorismo que golpeaba día sí y día también... Y yo les solté un speech...
Usted es católico practicante. ¿Rezó en algún momento durante las horas de encierro en el Congreso?
¿Rezar? No lo sé. Bastante tenía con pensar en lo que podía suceder y lo que debía hacer en cada momento. Fui muy consciente de que el más agraviado de todo aquello era yo, que presidía el Congreso que habían ocupado.
Su carrera política terminó apenas un par de años después. ¿Cómo le gustaría ser recordado?
Cuando fui presidente del Congreso dije que iba a trazar un perfil institucional con la aspiración de que fuera una referencia para los que llegaran detrás. Creo que lo he mantenido. Es más, cuando se invita a algún acto a los expresidentes del Congreso, yo siemprepido a los demás que acudan, por la imagen que eso supone. Y lo hacía también con los exministros de Justicia. Siempre he tenido una idea muy institucional porque es positivo como factor de estabilidad.
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