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Koldo Domínguez
Lunes, 27 de marzo 2017, 02:19
El año en que José Ramón Díaz de Durana nació, Antonio Maura cesó como primer ministro tras la muerte de 78 personas en la Semana Trágica de Barcelona. Alfonso XIII reinaba y España se embarcaba en la cruenta Guerra del Rif. 1909 fue muy convulso, pero queda ya lejano en nuestra memoria colectiva. Ha pasado mucho tiempo. Aún así, Díaz de Durana reaccionaba ágil cuando escuchaba esa guarismo. 1909. «Yo nací ese año. El 28 de diciembre. En Elorrieta, que pertenecía al municipio de Deusto, que por aquel entonces era independiente de Bilbao», recordaba el vasco de más edad (107 años), que falleció este domingo en su domicilio de Bilbao.
No le costaba echar la memoria atrás y rememorar cómo ha sido su vida. A pesar de su edad, era capaz de mantener una conversación amena y distendida durante cerca de una hora, como pudo comprobar este periódico al realizar un reportaje con él, publicado en febrero del pasado ejercicio. Desde el sofá de su casa de la capital vizcaína, José Ramón podía presumir de ser el hombre más longevo de Euskadi y «el médico más viejo de todo el país». Ejerció la medicina durante 43 años, siempre en la localidad alavesa de Artziniega, desde 1934 hasta su jubilación, en 1977.
Él era la memoria viva de la medicina moderna, el único que podía atestiguar cómo era ejercer la profesión sin tan siquiera contar con penicilina. «Yo empecé a ejercer con un fonendo y un bastón. Hasta que llegaron las sulfamidas íbamos a la guerra con un bastón», recordaba con una pícara sonrisa que no borraría durante todo el encuentro. «Todo era rudimentario. Se hacía a base de calor, cataplasmas y jarabes. Cosas efectivas no teníamos nada. Hasta que llegaron las sulfamidas disponía de muy pocas armas. Luego ya respiramos, porque te venía uno con una pulmonía o con una cosa infecciosa y tenías algo efectivo. Y, claro, ya cuando llegaron los antibióticos aquello fue la caraba».
Díaz de Durana quiso ser dentista. Ésa fue su primera vocación. Pero su pragmatismo le llevó a convertise en médico. «De verdad que pensaba estudiar para dentista, pero hacían falta dos años de Medicina. Y, ya que empecé, pues seguí y la acabé. Arranqué en Valladolid. Estuve un par de cursos, pero por motivos familiares me tuve que trasladar a Cádiz. Y allí acabé, y contentísimo, porque era una facultad pequeña y con un profesorado extraordinario».
Con el título en la cartera volvió a Bilbao. Era un médico joven con ganas de ejercer y se enteró de que en un pequeño pueblo alavés había una plaza vacante. Era el año 1934 y aquel recién licenciado desconocía que jamás conocería otro destino. «Me presenté en el pueblo y me cogieron. A los tres meses me dijeron: 'mire, estamos muy contentos con usted. ¿Cómo quiere que salga la plaza?' Yo les dije que por antigüedad no podía ser (risas), así que por oposición. Se hizo la oposición en Vitoria, nos presentamos tres o cuatro y la gané».
En Artziniega, don José Ramón (así le llamaban en el pueblo) descubrió lo que era ejercer de verdad la medicina. La de los años 30 en España. «No teníamos medios, no teníamos instalaciones. No teníamos nada. El ejercicio de la profesión era esclavitud. Ni domingos ni festivos ni vacaciones. Si quería cogerme unos días libres tenía que buscarme un sustituto y pagarle de mi bolsillo», apuntaba con severidad. Ochenta años después, ese recuerdo aún se mantenía intacto en su pétrea memoria.
«En bicicleta, en burro o andando»
Al principio habilitó una pequeña consulta en una habitación de su casa, hasta que le dieron «un local donde está el Casino» del pueblo. Estaba solo para atender a una población de cerca de 1.500 personas. Sin teléfono, los vecinos acudían a su casa ante cualquier urgencia. «Daba igual la hora. Venían y llamaban, pum, pum... Y si era de noche, 'hala, José Ramón, arriba'». Iba en coche hasta donde llegaba la carretera, en bicicleta, en burro o andando. «Entonces había mucho caso infantil: difteria, hepatitis, pulmonías y catarros. Pero, como ya he dicho, hasta que llegaron las sulfamidas teníamos pocas armas. Las empleé por primera vez con una niña que tenía pulmonía y se curó muy bien. Luego con la penicilina mejoró todo mucho. Pero había que ponerla en inyecciones cada tres horas, y como estaba yo solo, pues por la noche cada tres horas tenía que levantarme de la cama».
A lo largo de sus 43 años de profesión, Díaz de Durana ejerció de otorrino, traumatólogo, dentista, cirujano, ginecólogo, partero... El médico rural, el perfecto internista. «Yo tenía que saber de todo. Lo de otorrino, por ejemplo, se me daba bien. En la carrera estudié con Portela (un afamado otorrinolaringólogo de Cádiz) y saqué matrícula de honor. Tuve dos matrículas de honor en la carrera y muchos sobresalientes y ningún suspenso». Aún guarda el expediente de notas que lo demuestra.
Su primer caso le llegó al día siguiente de asentarse en el pueblo. «Me vino el hermano Josico, que era un marista formidable. Tenía una hidrosadenitis, una infección de la glándula sudorípara en una axila. Preparé el bisturí, le abrí y se acabó. Se marchó encantado». Pero si de algo está orgulloso de su carrera son los más de 1.800 partos que atendió. Se le nota cuando habla de ello. «Es que antes las familias tenían mucha descendencia. Allí en Artziniega, raro era el que no tenía cuatro hijos. El de la Guardia Civil, por ejemplo, tenía unos cuantos. Seis o así».
¿Y no tenía miedo a las complicaciones? Estaba usted solo.
¿Miedo? Nunca. No tenía más remedio que asistir a las parturientas. Y eso que muchas veces me tocó atenderlas a la luz de un candil de petróleo. Y también he tenido gemelos y algún que otro caso complicado. Pero sólo un par de veces, y por si acaso, las mandaba a Bilbao. Casos de vida o muerte, que yo recuerde, ninguno.
El primer niño que trajo al mundo fue el de 'Pedro el chófer'. «Fue todo muy bien. Algunas veces, ponía a las parturientas de pie para que todo fuera mejor». En ese momento del relato es cuando José Ramón asume el paso de los años. Para bien. «Cómo ha mejorado la medicina. Los médicos tienen muchos más medios: radiografías, análisis... casi se lo dan todo hecho (risas). Y están muy bien formados. Parece que no, pero con eso que tienen después de terminar la carrera, el MIR, ya salen del hospital bastante bien. Antes igual salías de la facultad sin haber visto un parto», advertía.
En ese momento se detuvo y guardó silencio. No ha perdido el hilo. Acababa de recordar un caso. Uno que no terminó bien. «En Cádiz, cuando estudié, veías enfermedades que aquí ni se conocían, como la lepra. Una vez traté a una niña de 12 años con un 'hodgkin'. La llevamos a Vitoria y el médico de allí no sabía ni lo que era aquello. Y se murió. Hoy, muchos de estos casos sobreviven», explicaba. «Y mira los trasplantes. Eso sí que era inimaginable. Los de hígado, por ejemplo. Mira Raphael y compañía».
En 43 años de carrera fueron más los recuerdos «bonitos que los otros». Casos en los que salvó vidas. Como cuando 'resucitó' de la muerte a una chica de 14 años. «Me llamaron de Barambio un barrio de Amurrio, a 30 kilómetros. Cuando llegué bajaban las escaleras cuatro o cinco curas. 'Llega usted tarde. Ya se ha muerto', me dijeron. '¿Se ha muerto?'. Subí corriendo, la miré y dije '¡pero si está viva!'. Pedí una navaja de afeitar y le hice la traqueotomía. Tenía difteria y estaba asfixiada. Llevaba pinzas en el maletín y le pude sacar todas las membranas. Y envié a una persona a casa a por unas cánulas. Y la chica se curó».
En la Guerra Civil
De sus años en ejercicio añoraba «el respeto que se le tenía no sólo al médico, sino a todo el mundo» y cómo «jamás» se encontró con un enfermo con miedo a morir. «Antes la gente era más dura que ahora. Completamente. Sabían que allí no había medios. Y tampoco tenían dinero para ir a un hospital a Bilbao o a hasta Vitoria. Así que sólo les quedaba yo, no tenían más remedio (risas)».
En su encuentro con este periódico, Díaz de Duranasólo cambió el gesto al recordar una de las peores épocas de su vida: la Guerra Civil. «Nos movilizaron a cinco o seis médicos jóvenes de la zona. Nos dedicamos a curar heridas y golpes. Estuve tiempo en Elorrio pero recorrí todos los sitios. Cuando el bombardeo de Gernika, me acuerdo que estaba en Amorebieta», rememora. «Los médicos lo pasamos muy mal. Estuve con los comunistas de Trintxerpe y alguno nos consideraba fascistas sólo por ser médicos. Tuve miedo. Había que andar con mucho cuidado. A un amigo lo mataron y lo enterraron».
Cuando acabó la guerra regresó a Artziniega. Fue todo un «acontecimiento para el pueblo», que recuperó a aquel médico joven que ya creían que no volvería. Se casó con «una mujer extraordinaria de allí», tuvo cinco hijos y fue «muy feliz».
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