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Gonzalo De las Heras
Lunes, 20 de marzo 2017, 00:27
¿Desde cuándo se sabe si al día siguiente va a llover? No desde hace tanto. O no, al menos, con cierta precisión. Desde la antigüedad la adivinación ha estado ligada a la meteorología, cuando la probabilidad de vientos propicios era necesaria para iniciar una singladura, pero la capacidad real de previsión era prácticamente nula.
De hecho, aunque ya Aristóteles publicó una 'Meteorológica' en el 340 a.C., los mayores avances en las predicciones tienen que ver con las necesidades de la navegación. Ya se sabía que mediante la observación de patrones que se repetían se podían predecir ciertos acontecimientos (un viento del oeste, aquí, por ejemplo, predice lluvia). No en vano los pastores de Cantabria avisan de que si sopla el gallego (viento húmedo del oeste), al día siguiente como tarde, lloverá. Lo que el pastor no sabe es si en ese momento está ya lloviendo en Galicia, que es en realidad la clave.
Y eso nos lleva a la siguiente pata del banco. La observación y, sobre todo, la capacidad para transmitir esas observaciones. No fue hasta 1837 cuando la telegrafía puso al alcance del hombre la capacidad para transmitir información rápidamente. Poco después, en 1861, un almirante inglés cuyo nombre sonará a los montañeros, Robert Fitzroy (su apellido da nombre una inaccesible aguja de granito de la Patagonia, reclamo para escaladores de todo el mundo), estableció una red de quince estaciones costeras que proporcionaban a las naves en la mar, mediantes señales visuales, el estado del tiempo.
Fitz Roy, almirante del HMS Beagle que llevó a Darwin a las Islas Galápagos, desarrolló también el 'barómetro de tormentas', un recipiente de cristal en que los cambios en el aspecto de una serie de elementos químicos sensibles a la presión atmosférica permiten predecir tormentas. Fue muy utilizado por los marinos de siglo XIX. No en vano, hasta que en 1843 Lucien Vidie inventara el barómetro aneroide, que se basa en la deformación de unas pletinas en vacío, los únicos disponibles eran los de mercurio inventados por Torricelli en el siglo XVII. Y los de Torricelli, claro, no podían llevarse en los barcos.
Fitz Roy era, a su vez, discípulo de Francis Beaufort, el autor -obviamente- de la Escala Beaufort, que mide la intensidad de los vientos y los huracanes. Es la que sigue usándose en la actualidad. Fue Fitzroy también el inventor de las cartas sinópticas, utilizadas para la visualización de los frentes atmosféricos y sus desplazamientos. Son, con pocas modificaciones, las que se siguen utilizando para los partes meteorológicos, con las líneas de isobaras y los dibujos de frentes y tormentas.
Pero su verdadera pasión era la predicción del tiempo meteorológico, con la idea de que así se podrían salvar muchas vidas en el mar. Tanto empeño puso que acabó por convencer a los editores del diario londinense 'Times' de incluir en su publicación los partes meteorológicos. Así, el 1 de agosto de 1861 se publica el primer parte meteorológico de la Historia.
Con ello se puso en marcha una carrera tecnológica que aparentemente ya ha dado sus mayores pasos: ahora la observación es casi inmediata y el acceso a los fenómenos atmosféricos puede producirse en tiempo real en el teléfono móvil. El límite, como en los primeros momentos, está en la capacidad de análisis de los datos. No en vano muchos de los mayores superordenadores se encuentran en los servicios de predicción meteorológica.
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Álvaro Soto | Madrid y Lidia Carvajal
Jon Garay y Gonzalo de las Heras (gráficos)
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