La joven del niqab
Alguien debería recordar a esa chica que hay muchas cosas que no nos son permitidas, que la vida en sociedad tiene límites
Pello Salaburu
Domingo, 23 de octubre 2016, 02:53
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Pello Salaburu
Domingo, 23 de octubre 2016, 02:53
Hace unos días asomaba entre las noticias que distribuían kioscos y ordenadores la figura de una chica de 17 años: tenía su cuerpo cubierto de arriba abajo y el rostro oculto tras un niqab. Las fotos la mostraban paseando tan ricamente por la Concha. ... Incluso las manos se guarecían en unos guantes a juego con el velo. Un conjunto perfecto, bien planchado, digno de esta sociedad tan aficionada a las modas y que contrasta con las fotos que nos llegan de Afganistán y otros países, con mujeres también uniformadas y ocultas tras negros ropajes, pero más deslavazadas en su aliño. Hasta las zapatillas de nuestra joven respetaban los tonos y anudaban el conjunto en colores austeros y elegidos de forma delicada. En las imágenes solo se adivinaban, y con dificultad, los ojos. La joven, decía, no pretendía -algo evidente, no lo vamos a negar- llamar la atención, tan solo quería acabar sus estudios y vivir de forma intensa la religión a la que se ha ido acercando en los últimos años. Sin embargo se lamentaba de los obstáculos que encontraba en el colegio: «No hago daño a nadie».
La reacción del departamento de Educación y de los responsables del colegio ha estado llena de sentido común: «Lo sentimos, usted tiene que mostrar el rostro para estar identificada en todo momento, como todo quisque». Y podrían haber añadido: «No me venga con historias. Es lo que hay. Para cuidados y trato especial preferimos dedicar nuestro tiempo y esfuerzos a jóvenes sin recursos, enfermos o problemáticos. Los caprichos en casa, no en un centro que recibe fondos públicos». Por si hubiera dudas, la Federación Islámica también ha advertido con claridad que la joven debe destaparse el rostro. De modo que nos hallamos ante una situación en la que la protagonista de 17 años es más papista que el Papa, si vale la expresión, quizás algo forzada en este caso.
Estamos hablando de una persona nacida aquí, en una familia vasca. No vale, por tanto, eso de argumentar que tienen que respetar el país de acogida, amoldarse a nuestras costumbres, etc. No ha venido de ningún lado, es de aquí. Lo que debemos preguntarnos es si la sociedad puede admitir que alguien, en nombre de una religión, pueda adoptar esa vestimenta tan cuidadosamente elegida. Lo que debemos preguntarnos es si alguien puede pasear como un o una (en principio no lo podemos saber) espantapájaros por nuestras calles, sin que sepamos qué aspecto tiene, ni siquiera si tiene cara. Aunque es evidente que la tiene.
Quizás alguien debería recordarle a esta joven que hay muchas cosas que no nos son permitidas, que la vida en sociedad tiene límites y que solo respetando unos códigos sociales mínimos podemos convivir con un poco de tranquilidad. No pasa nada por eso, acabamos haciéndonos a ello y aprendiéndolo conforme nos vamos haciendo mayores. En otros sitios esas obligaciones, esos límites, no se prestan a tanto juego, y vulneran libertades básicas. Es muy posible que si en lugar de estar en la Concha, esa foto se hubiese tomado en Kabul, esa joven de indumentaria tan atildada caminaría con la cabeza gacha, siguiendo a su marido por detrás y llevando un par de niños agarrados de la mano. Es más que posible, además, que hubiera conocido a su marido, con quien la diferencia de edad sería sin duda muy grande, la noche de bodas. Porque en demasiadas ocasiones el niqab suele acompañarse en el mundo de obligaciones que atentan contra derechos humanos fundamentales. Al hilo de esa realidad se ha argumentado que prohibir el uso de ropajes como el burca o niqab en nuestra sociedad supone una doble condena para la mujer: primero, la que le impone su marido, familia o una determinada forma de entender la religión. Segundo, la sociedad, que la confina en casa. No sé hasta qué punto es así, aunque parece evidente que no es el caso de la joven tan primorosamente enlatada.
Esta sociedad ha convivido durante años con religiosos que han paseado con sotanas y con religiosas que cubrían su cuerpo con uniformes de distinto tipo, mostrando siempre, eso sí, el rostro. No deberíamos tener por eso ningún problema en admitir que cada cual se vista como le parezca. Pero el caso es que aquí se da un paso más: se pide que se pueda pasear como si estuviésemos en carnavales, con la cara oculta, y se permita hacerlo por convicciones religiosas. Y ahí no, ahí ya no. Aunque muchas veces no lo parezca, el Estado español es, por ley, aconfesional: quiere decir que no pueden aducirse razones religiosas para hacer determinadas cosas. Porque incluso aunque no se adujesen razones divinas, la joven tendría todo el derecho del mundo a ir por la calle como mejor estime, siempre que a los infieles se nos permita también hacer lo mismo. Pero mucho me temo que no se nos permite. Mucho me temo que si me acerco a una comisaría o a un banco vestido de torero y con un pasamontañas, lo más probable es que me impidan el paso y la policía me detenga de forma inmediata. No sé qué dice en este punto alguna de las muchas normas legales que regulan nuestra existencia, pero me temo que la conclusión práctica sería esa. En una sociedad aconfesional como esta, solo es admisible un trato igual para todos, no un trato diferenciado y privilegiado en nombre de una religión, el islam en este caso. Dejemos los buenismos a un lado, afrontemos estos problemas con un poco de cordura y no impidamos a nadie vivir su religión como le parezca, siempre que sus convicciones no tengan consecuencias discriminatorias con el resto de los ciudadanos. Los desfiles en casa. O en un salón de moda: en este caso no desentonaría demasiado. Se ven mamarrachadas mayores.
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