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Uno de los aviones de papel que coleccionaba Harry Smith.
Tesoros por entregas

Tesoros por entregas

Siete de cada diez personas han iniciado alguna vez una colección. «Ayuda a poner orden y refuerza la autoestima», dicen los psicólogos. Hay quien recopila aviones, mechones o incluso... penes

guillermo elejabeitia

Lunes, 26 de septiembre 2016, 03:39

Las aceras de las ciudades están llenas de chicles pegados, cacas de perro y, también, de aviones de papel. Harry Smith se dedicó durante años a recoger los que se encontraba al caminar por las calles de Nueva York. No tenía especial interés por la aviación, pero sí por cualquier elemento que sirviera para comprender al ser humano. Artista, antropólogo, musicólogo, productor de cine experimental, pero sobre todo coleccionista, nunca desveló el motivo de su evocadora afición. Quizá alimentaba el anhelo de libertad que contiene cada uno de esos primitivos ejercicios de papiroflexia. Él, que vivía deambulando por las avenidas de la Babilonia contemporánea. Entre cazar al vuelo los sueños de otros y acudir al quiosco religiosamente para adquirir la última entrega de una colección de minerales, un coche de época en miniatura o la reproducción de un raro insecto africano hay una gran distancia, pero la misma necesidad de atesorar fragmentos de vida.

Con cada inicio del curso ese atávico instinto de recolección se renueva. «Produce relajación y la satisfacción anímica de conseguir cosas, facilita el orden, el cuidado y la valoración de lo que se posee, sirve para aprender a gestionar la frustración y aumenta la autoestima», explica el psicólogo Ricard Cayuela. No es extraño que iniciar una colección aparezca frecuentemente en las listas de buenos propósitos que se elaboran, con más ilusión que voluntad, a la vuelta de las vacaciones. Las editoriales lo saben e inundan la televisión de anuncios que prometen auténticos tesoros por entregas. Este año triunfan el Seat 600 a escala, los carros de combate o los vestidos de la Nancy firmados por diseñadores españoles.

Siete de cada diez personas se han armado de paciencia alguna vez para iniciar una colección. Entre los que la buscan en el quiosco, un 15% no pasa de la quinta entrega y sólo uno de cada cien logra terminarla. Las asociaciones de consumidores recomiendan «ser cauto e informarse del número de fascículos y a cuánto ascenderá la factura final». Pocos de los que pagan un euro por la primera pieza -en este caso, un cráneo de plástico- se paran a pensar que tendrán que desembolsar otros 628 y esperar 80 semanas si quieren completar la maqueta del cuerpo humano con la que juegan los niños del anuncio. La mayor parte de las veces el resultado es una caja de piezas inconexas en el trastero y unos cientos de euros menos en la cartera.

Cuando se trata de mantener viva la ilusión hasta el final, los cromos no tienen competencia. En un mundo que mira cada vez más a una pantalla, la industria de las estampas no sólo consigue mantenerse a flote sino que vive un momento de esplendor. El año pasado, los españoles se gastaron alrededor de 60 millones de euros en cromos. ¿Cuál es la razón de su éxito? «El factor sorpresa de no saber lo que se encontrará en el sobre, el mercado que se genera después y la capacidad para convertirse en una afición transversal en la que se implica toda la familia», apunta Luis Torrent, director general de Panini, la líder indiscutible del sector. Considera que el intercambio de cromos inculca a los chavales valores como el orden, la capacidad de negociación o la economía.

El gusanillo se despierta durante la infancia y adolescencia, pero los grandes coleccionistas convierten su búsqueda de nuevos tesoros en una forma de vida. Invierten en ella un tiempo precioso y buena parte de sus recursos, por modestos o abundantes que sean. Smith no gastó ni un centavo en sus aviones de papel, que ahora se exhiben en museos alrededor del mundo, pero Walter Rothschild a punto estuvo de arruinar a su familia de banqueros por su desaforada afición a la zoología. Empezó coleccionando mariposas y logró reunir la muestra más completa del mundo. La donó al colegio Harrow, en el que estudió, a principios del siglo XX, pero hace unos años el centro no sabía muy bien qué hacer con ella y la sacó a subasta. Algunos lepidópteros llegaron a alcanzar los 20.000 euros. Los millones que su padre ganó en los negocios, el segundo barón Rothschild los invirtió en dar rienda suelta a su excentricidad coleccionando todo tipo de animales. Llegó a tener 144 tortugas gigantes, jirafas, elefantes, avestruces picoteando su jardín y hasta una yeguada de cebras con las que una vez se condujo en carruaje hasta el palacio de Buckingham. Con la crisis de los años 30 se vio obligado a ceder su patrimonio al Museo Americano de Historia Natural y al Museo Británico para hacer frente a sus apuros económicos.

Un «loco» de la filatelia

El coleccionismo puede ser una espléndida manera de dilapidar una fortuna, o de amasarla. Cuando en 1904 se estableció un nuevo récord en la filatelia, un periódico inglés publicó que «algún maldito chiflado» había pagado 1.450 libras esterlinas por un sello de dos peniques de Isla Mauricio. El futuro Jorge V no dudó en escribir al periodista para hacerle saber que aquel «loco» era el príncipe de Gales. Hoy el sello en cuestión está valorado en 550.000 libras y su colección filatélica, que ronda los 400 millones, es la posesión privada más valiosa de su nieta Isabel II.

La pieza más preciada del muestrario capilar del profesor John Reznikoff es un mechón cortado a Abraham Lincoln en su lecho de muerte. Atesora pelo de personajes como George Washington, Napoleón, Charles Dickens, Elvis Presley o Marilyn Monroe. Asombra saber que existe un mercado internacional de cabellos célebres en el que se llegó pedir un millón de dólares por la melena recién rapada de Britney Spears. Pero Reznikoff ya no compra pelo de los vivos; en 2005 pagó 3.000 dólares al barbero de Neil Armstrong por un mechón y el astronauta amenazó con denunciarle.

Pero para insólita la galería dedicada al falo que Sigurdur Hjartarson tiene en Islandia, en la que puede verse desde el pene de metro y medio de una ballena hasta los diminutos genitales de una rata negra. La colección, única en el mundo, ha hecho a su dueño famoso, aunque su obsesión por el falo daría para varias sesiones de psicoanálisis. Freud dijo que «en cada coleccionista existe un don Juan», quizá porque su mayor satisfacción proviene de la eterna búsqueda. Imaginen a Harry Smith vagando por las calles de Nueva York en busca de aviones, con la mirada en el cielo y una sonrisa en los labios.

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