
PABLO M. ZARRACINA / LUIS ÁNGEL GÓMEZ
Sábado, 30 de julio 2016, 02:14
El frontón Jai Alai se inauguró el 3 de marzo de 1901 en la confluencia de las calles Concordia y Lucena, el corazón de Centro Habana. Uno de sus principales promotores fue Luis Mazzantini, matador guipuzcoano de biografía novelesca que enamoró a Sarah Bernhardt, cambió el traje corto por el esmoquin y construyó un frontón de 64 metros de cancha a cuatro manzanas del Malecón. «No lo hace ni Masantín el torero», se escucha todavía en Cuba cuando alguien refiere la dificultad de una hazaña.
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Hoy en Centro Habana la hazaña consiste en esquivar la miseria. Pedro Juan Gutiérrez ha escrito que la costumbre allí es resistir «con agua, azúcar, ron y mucho tambor». Hay algo infalible y perverso en la facilidad con la que la pobreza se estetiza en La Habana, como si cada escombro conservase el significado de un vestigio y las fachadas no estuviesen derrumbándose sino recuperando despacio su esplendor.
Carlos Martínez es productor musical y el vecino que se encarga de las llaves del frontón. Antes que melancolía, su mirada denota cálculo de estructuras. El Jai Alai se cae a pedazos y ocupa la trastienda de la memoria del barrio. Las dificultades modelan temperamentos pragmáticos y no sirve de nada recordar el brillo de otros tiempos. Aunque ese brillo sea intenso. Entre 1930 y 1950, el Jai Alai de La Habana fue quizá el frontón más importante del mundo.
Antes, a comienzos de siglo, las gradas ya bullían los días de partido. La sociedad habanera sintió por la cesta tanta pasión como por el béisbol. Era un deporte vertiginoso, elegante, arriesgado. Estaba a la altura de los nuevos tiempos. Las veladas en el Jai Alai alternaban la emoción y la etiqueta. «El hecho de pagar una localidad no exime de mostrarse educado», se leía en la pared izquierda de la cancha. Sin embargo, vencía la pasión. Animaban tanto las «finísimas, bellas y arrogantes damas», cruzaban con tanto fragor sus apuestas los caballeros de bigote y canotier, que el frontón de Concordia pasó a conocerse como El Palacio de los Gritos.
Ahora el palacio está en ruinas y su entorno colonizado por la industria precaria de la lucha por la vida. Se han adosado viviendas a una de sus fachadas. En el barrio, las habitaciones con baño privado que ocuparon los cestistas soportan un zafarrancho de colchones apilados y televisores encendidos. Los cables y los tendederos ocultan el cartel del Toki Ona, el bar que regentó el pelotari Odriozola.
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Belascoain, Salud, San Rafael. Camino del Jai Alai, los cestistas pisaban esas calles como estrellas. Entre ellos, ninguno tan popular como el bilbaíno Luis Gardoy, «príncipe vasco de la chistera» a quien apodaban Macala. Una noche de 1903, con el partido empatado a 29 y esperando el saque del rival, el Palacio de los Gritos estalló en un clamor que triunfaría en la Isla: «¡Aire, Macala!» Debió de ser uno de esos instantes perfectos. Macala subió a restar al cuadro 3 y agarró la pelota, pero iba tan rápida que agujereó la cesta, traspasándola y advirtiendo quizá de lo frágil que es todo, también lo que más brilla.
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