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Un joven inhala pegamento, la droga de los pobres, en una calle de la capital vizcaína. «Así no sientes nada», confiesan.
Los chicos del pegamento

Los chicos del pegamento

Decenas de jóvenes magrebíes malviven en las calles de Euskadi tras salir del sistema de protección de menores de las diputaciones

David S. Olabarri

Sábado, 4 de junio 2016, 21:46

Faisal tuvo ayer un buen día. Un amigo que vive en un piso tutelado le abrió la puerta cuando se marchó el educador social y pudo dormir en el sofá. La alternativa era la calle: un cajero automático o unos cartones y unas mantas húmedas en una puerta del estadio Bilbao Arena, donde pasan la noche algunos de sus amigos. Faisal se marchó del piso a las seis y media de la mañana, bien desayunado y aseado, para no poner en peligro a su amigo. Ayer le dejó entrar de forma excepcional. Pero no quiere tensar la cuerda. «Si descubren que he dormido aquí le echarían a la calle. Pero mira qué guapo estoy hoy», explica sonriente mientras señala su peinado mohicano.

Faisal tiene 22 años y un afilado instinto de supervivencia. Empezó a vender clínex en las calles de Tetuán con sólo 10 años. Tres años más tarde se marchó a Tánger con una sola idea: cruzar a Europa y buscar un futuro que su país no podía ofrecerle. Pasó tres meses viviendo en el puerto con otros chicos hasta que consiguió colarse en los bajos de un camión y llegar a España. Pronto comprendió que Europa «no era lo que esperaba».

Faisal no lleva mucho tiempo viviendo en Bilbao. Nunca ha estado en los centros de menores de la Diputación de Bizkaia. Pasó una temporada en un albergue de emergencia. Pero se fue porque las normas de estas instituciones son demasiado rígidas para un chico joven que ha ido «de un lado para otro» buscando su sitio. «Si llegas cinco minutos tarde te quedas sin comer. No te dejan ni salir a fumar un cigarro. Prefiero estar en la calle que en un sitio que parece una cárcel», intercede Yussef, de 24 años.

Este joven marroquí lleva tres años durmiendo al raso después de que la Policía le desalojase de un piso ocupado cerca de la calle San Francisco. La mayoría de estos chicos fuma porros. Pero Yussef, muy desmejorado, reconoce que él consume todo lo que cae en sus manos: pastillas, tranquilizantes, speed y pegamento, la droga de los pobres. Al caer la tarde inhalan hasta perder el sentido.

¿Por qué lo haces?

Porque te duerme. Así no sientes nada.

Yussef pasó varios años en los centros de menores de la Diputación. Cuando llegó a la mayoría de edad se tuvo que marchar. No cumplía los requisitos de buen comportamiento que se piden para acceder a uno de los pisos de emancipación. Salió con un permiso temporal de residencia, con formación en cocina y electricidad y con una ayuda de emergencia de 330 euros que se puede percibir, como máximo, durante 30 cuotas. Se fue a Vitoria. Volvió. Con apenas 20 años agotó la prestación la RGI no puede cobrarse como norma general hasta cumplir los 23 años y tras 3 de empadronamiento y seguía sin trabajo, con lo que ya no podía pagarse un alquiler y, por extensión, el empadronamiento, que es el trámite indispensable para abrir las puertas de la administración. Poco después, recibió una notificación en la que le comunicaban que no le renovaban su permiso de residencia por carecer de «medios de vida».

«Les animan a que se vayan»

«Cuando salen de los centros de menores, a muchos de estos chicos se les cae el mundo encima: se ven solos, sin familia, les sobreviene la irregularidad, agotan las ayudas de emergencia, pierden los empadronamientos porque no se pueden pagar un alquiler y se encuentran que tampoco hay trabajos para ellos. Entran, en definitiva, en una espiral de exclusión social de la que es muy difícil salir sin apoyo exterior», explican desde la asociación Harribide, que lleva años trabajando con este colectivo.

«Es una droga de personas en situación de exclusión social»

  • Manuel González de Audikana, director del Instituto Deusto de Drogodependencias, explica que los disolventes son la droga que menos se consume en Euskadi. Se trata de una sustancia a la que recurren sobre todo los jóvenes «que se encuentran en una situación de exclusión social».

  • Según los estudios realizados en la Universidad de Deusto, sólo el 0,9% de la población escolarizada de entre 12 y 20 años ha esnifado disolventes en el último mes. Un porcentaje inferior incluso al consumo de heroína. El 1,5% de los jóvenes encuestados lo ha probado en el último año y el 3% reconoce haberse colocado con inhalantes alguna vez.

  • Existe una gran variedad de disolventes que son utilizados como drogas lacas, pinturas, pegamentos y productos derivados del petróleo, entre otros. Cada uno tiene efectos y consecuencias negativas distintas para el organismo. Son, además, productos muy accesibles en comercios convencionales.

  • González de Audikana mantiene que el consumo de disolventes tiene también un marcado «carácter cultural». Básicamente, porque muchos de los jóvenes que empiezan con estos productos lo hacen porque «se ha puesto de moda» entre sus amigos o la gente de su entorno, que tienen en común las «grandes dificultades de inserción social» que padecen. Este problema -insiste el sociólogo- está mucho más extendido en Estados Unidos y en países europeos que en Euskadi y España. Quizá, porque aquí ese porcentaje de población en situación de exclusión social es «minoritario».

Los portavoces de esta agrupación no dudan en señalar que todas estas medidas son una forma de decir a estos chicos que «no se les quiere aquí», una manera de «animarles a que se vayan» a otro sitio porque aquí «van a estar abocados a vivir en la calle». Pero hay un factor que «no se tiene en cuenta». Muchos llevan tantos años viviendo lejos de sus casas que «ya no pueden volver». Hacerlo «supondría un fracaso personal» y además ya no se sienten «identificados» con el país que dejaron hace años. Sufren lo que los expertos denominan la «doble ausencia». Es el caso de Faisal. «Yo no quiero volver. Sólo quiero una vida normal, con papeles. Casarme, tener hijos y tener un trabajo para comprarme cosas», asegura.

Nadie sabe a ciencia cierta cuántos chicos hay en estas condiciones en las calles de Euskadi. Satur García, representante de la agrupación Bultzain, explica que en su centro de acogida de Vitoria aparecen «de vez en cuando chavales en estas condiciones». Desde la asociación Sartu Gipuzkoa aseguran que entre las personas que viven en la calle en este territorio hay también muchos jóvenes y, sobre todo, muchos extranjeros. Un dato: en sólo uno de los albergues de emergencia de Bilbao acogieron durante el 2014 a 198 jóvenes. Unos 50 ó 60 de ellos respondían a este perfil. Pero no hay estudios temáticos. El Ayuntamiento de la capital vizcaína asegura «tener conocimiento» de la situación de estas personas y dice que trabaja de forma «discreta» por solucionar este problema. Pero Harribide lanza una advertencia: la situación de estos chicos es un «polvorín» que puede generar una «gran conflictividad» si no les atiende.

Sin ayudas

Faisal y sus amigos pasan horas y horas por la zona de San Francisco sin hacer nada. Apenas frecuentan la mezquita. Van y vienen de un lado para otro. Sin perspectivas más allá de las dos siguientes horas. Acogen a los nuevos. Como a Hassan Said, que llegó de Argelia hace seis meses con la idea de mandar dinero a su familia y ahora sólo piensa en marcharse de este «infierno». Y como a Marwan, que hace dos meses salió de un centro de menores cerrado tras cumplir una condena de os años por agresión. Casi todos acumulan multas de la Policía Municipal. Algunas de 400 euros por consumo de hachís. Otras, por colarse en el metro.

Cuando tienen hambre piden las sobras en algún restaurante, compran algo entre todos o se reparten unos plátanos y un poco de pan que alguno se encarga de robar para el resto. Muchos tienen condenas por hurtos y robos de todo tipo de cosas como móviles y ropa que después revenden para conseguir dinero. «No somos santos. Cuando estás en la calle haces lo que no debes. Los que tienen ayudas no vienen por aquí», resume Richi, un joven de origen marroquí que tiene la «suerte» de disponer de la nacionalidad española.

Ahmed atiende a la conversación en silencio. Es el más joven de todos. Apenas 16 años. Es el único que no fuma ni porros ni tabaco. Lleva una mochila con los libros de clase.

¿Vives en un centro de menores?

No, vivo con mi familia. Vinimos hace tres años. Soy el único que tiene a sus padres aquí. Me duele cómo están mis amigos.

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