laura caorsi
Lunes, 30 de mayo 2016, 01:24
Y entonces hay un terremoto, el mundo se rompe y la gente se quiebra. Las paredes y los techos se desploman, la tierra se abre y traga cientos de personas, insaciable. Lo conocido desaparece. Donde había vida hay escombros. Las cosas cambian para siempre de ... manera brutal. «Sigues las noticias, miras las fotos del desastre y te quedas paralizado, sin saber qué hacer, qué decir. Quieres ir a ayudar, pero no puedes. Llamas, hablas, preguntas y poco a poco te vas dando cuenta del tamaño del desastre. Hay muchos niños fallecidos, miles de desaparecidos. La tierra se ha deshecho, ha quedado como un flan cuando lo sacas del molde y se rompe».
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La descripción pertenece a Betty Bastidas, una mujer ecuatoriana que vive en el País Vasco desde 2002. Al igual que sus paisanos emigrados -más de 9.000 aquí, en Euskadi- atraviesa un momento de profunda consternación. El terremoto que sacudió Ecuador el mes pasado desahució a veinte mil ciudadanos, mató a medio millar de personas y dejó a otras dos mil desaparecidas, de las que poco a poco se han ido teniendo noticias. «No lo acabamos de asimilar -dice ella, poniéndole voz a quienes lo han vivido a distancia-. No hay palabras para describir lo que se siente. Es como si hubiera pasado en mi casa».
Betty ha tenido suerte. Su familia no vive en la costa, donde se registró el epicentro del seísmo. «Somos de San Gabriel, de la sierra. Es un pueblo pequeño de la provincia del Carchi que está a 2.800 metros de altura, muy cerca de la frontera con Colombia», precisa. También explica que allí esperaban un temblor desde hace un año. «Pero un temblor, no un terremoto», subraya. «Existían probabilidades de que hubiera un movimiento en la zona. Habían instruido a la gente y se habían almacenado camillas y tiendas de campaña, de manera preventiva», relata.
Así, cuando la tierra vibró ese 16 de abril, «lo primero que pensaron en mi pueblo fue que se trataba del temblor». Nadie se podía imaginar que era un eco del rugido de la costa. «En mi país no estamos acostumbrados a este tipo de catástrofes», dice, y recuerda que Ecuador ha seguido convulsionado por las réplicas del terremoto. Algunas han llegado a los 6 grados en la escala de Richter. «El seísmo más grave que recuerdo fue a finales de los ochenta, en el norte. Tardaron cuatro años en reparar los daños, y eso que contaron con ayuda internacional. Yo me pregunto ahora cómo van a hacer, cuánto van a tardar».
Parte de la respuesta la dio el presidente ecuatoriano, Rafael Correa, al anunciar una subida de impuestos durante un año para que los trabajadores ayuden con su sueldo a financiar la reconstrucción del país. «Estaba todo tan lindo...», dice Betty con una pena infinita en la voz. «Ecuador estaba precioso, con carreteras nuevas, con edificios nuevos. Yo pienso mucho en la gente que emigró, que trabajó muy duro aquí durante años para volver y tener su casita, su negocio... Y que todo eso se haya venido abajo de esa manera. Tanto esfuerzo, tantos años... Es muy cruel».
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Diez años para reunirse
Reflexiona sobre los migrantes retornados porque, si bien ella ha decidido quedarse aquí, conoce bien los sacrificios que supone alejarse tanto del país y los afectos. «Yo me fui en 2002, como la mayoría, por la dolarización del país. El capital que teníamos ahorrado, en sucres, se volvió un puño, apenas 4.000 dólares», detalla Betty, que trabajaba en el sector de la agricultura. Se dedicaba al cultivo de patatas con otras treinta personas. «Con la crisis económica me di cuenta de que la vida era insostenible. No teníamos cómo sacar adelante a la familia», añade, refiriéndose a sus cuatro hijas.
«Vinimos mi marido y yo. Ellas quedaron al cuidado de mi madre y mis hermanas. Fue muy duro, sobre todo porque al principio trabajé cuidando niños. Después encontré trabajo con otra familia, con la que todavía estoy. Han sido muy generosos conmigo y, ahora que han venido mis hijas, son un apoyo muy grande», reconoce Betty, que tardó diez años en poder reunir nuevamente a la familia de este lado del Atlántico. «No es fácil. Tomar la decisión de marcharte nunca es sencillo. Y menos vivirlo. El reencuentro es una experiencia impresionante y la emoción es muy grande, pero también es muy difícil. Yo me perdí la niñez de mis hijas. Todos los que emigramos perdemos cosas importantes y muchas de ellas no vuelven nunca. ¿Cómo no voy a pensar en la gente que regresó a mi país y se quedó nuevamente sin nada?».
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