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JAVIER GUILLENEA
Domingo, 3 de abril 2016, 18:25
«Puedes volver a ser feliz». Ana escucha estas palabras y esboza un gesto ambiguo que dice al mismo tiempo 'no creo que eso ocurra' y '¿de verdad lo crees?'.
- ¿Tienes miedo a ser feliz?
- Ojalá fuera eso. Yo vivía en la santa ... felicidad y de pronto toda la claridad se oscureció. Tengo la sensación de que todo lo bonito que me ha ocurrido en la vida ya ha pasado -responde Ana.
Estamos en Azkoitia. La mañana ha comenzado con una promesa de sol. Por la tarde lloverá a cántaros. El día es una montaña rusa de claros y nubes. Así se siente ella a menudo desde el 17 de septiembre de 2014, fecha en la que Jabi, su marido, murió tres meses después de que le diagnosticaran un cáncer de hígado. Tenía 46 años.
Ur, la perra de Ana Orbegozo, recorre inquieta el salón de su casa y desplaza un rodapié mal colocado. La mujer muestra una bombilla fundida y un cajón que cierra mal. «Él era un supermanitas, lo arreglaba todo. Ahora me quedo colgada si se me funde un halógeno». Por toda la vivienda hay recuerdos del hombre con el que compartió 21 años de su vida. De la pared cuelgan enmarcados los cuadros que pintó. En los aparadores, entre minerales y figuras, reposan fotografías de Jabi. «Todavía guardo su ropa. Él era mi compañero combatiente, yo lo llamaba así».
Ana tiene 48 años, una hija de 12 y un hijo de 11. Se sienta ante la mesa del comedor con un papel en el que ha escrito un texto de agradecimiento a todos los que le han acompañado en su larga batalla contra el dolor. Ha accedido a contar su historia porque no puede negar nada a quienes le han ayudado tanto, «empezando por Xabi», el psicólogo del Hospital Universitario Donostia que, cuando ingresaron a su marido y el desenlace era inminente, le recomendó participar en un grupo de duelo.
Las piezas rotas
El consejo cayó en saco roto, al menos al principio. Ana prefirió afrontar por su cuenta la muerte de Jabi si saber muy bien lo que iba a encontrar. Lo primero que halló fue «un dolor físico que te hace creer que has enfermado». «Pensé en un primer momento que él ya había dejado de sufrir pero después empiezas a pensar en ti misma», recuerda Ana. «Tienes la sensación de que has metido toda tu vida en una bolsa, la has machacado a golpes, has tirado su contenido al suelo y después tienes que recomponer todas las piezas rotas».
Ana llora al hablar de aquellos primeros días. Tras el dolor puramente físico llegaron las lágrimas y la impresión de haber caído en un «vacío mortal de necesidad» del que no había escapatoria. Se sentía sola, echaba de menos compartir la vida con su marido, le dolía pensar que sus hijos crecerían sin padre. Aquello que sufría se llamaba soledad.
Fueron estos dolores y ausencias que Ana llevó a la Fundación Matía, en San Sebastián, el día en que, empujada por su madre, accedió a participar en un grupo de duelo del programa de atención integral a personas con enfermedades avanzadas creado por la obra social La Caixa. No fue por gusto sino por necesidad. Había pasado un mes y seguía destrozada. «El primer día fui en coche desde Azkoitia a Donostia y no paraba de llorar. Era horroroso».
Las lágrimas no cesaron cuando entró en la fundación y vio que el ascensor, en vez de subir, bajaba. Descendió cinco pisos rodeada de gente y muerta de vergüenza. «Fue un descenso terrible. El ascensor iba muy despacio porque se paraba en todos los pisos y yo no dejaba de llorar», dice. La situación no mejoró al encontrarse con sus compañeras de grupo, unas desconocidas que, como ella, habían perdido a un ser querido y buscaban «un poco de paz». «Cuando me presenté no era capaz de decir cómo me llamaba. Entré llorando y salí llorando», explica Ana, que abandonó el edificio con la vaga intención de no volver a comparecer ante aquellas mujeres.
«Son mis chicas»
Pero regresó y esa decisión la ha salvado. «Espero que no se enfaden, pero la verdad es que éramos un cúmulo de desgraciadas, un montón de desgracias juntas que intentábamos construir el futuro entre todas». «Son mis chicas», afirma ella con un orgullo tan firme que no queda más remedio que citar sus nombres: Maricarmen, Karmele, Mariluz, Yoli, Gloria y Marielen.
Cada una llevaba su propio dolor a las reuniones y ninguno era el mismo. Lo que las igualaba era su afán por salir adelante. «Nos reíamos mucho y también llorábamos, siempre intentábamos sacar la cabeza del agua». Se tenían unas a otras, sabían que podrían «soltar cualquier bomba de relojería» y que las demás lo iban a comprender. «Teníamos la suficiente confianza -dice Ana-, tú creías que soltabas algo muy grande y las otras soltaban algo mayor. Nos lo ponían muy fácil».
Se dio cuenta de que aquello funcionaba el día en el que viajó de Azkoitia a San Sebastián sin llorar. Fue un primer paso, y no el único. «Cuando la muerte de Jabi me dolía tanto que creía que estaba enferma, una mujer que había perdido a su hija me dijo que ese dolor se me iba a ir, que la herida me dejaría de doler cuando ya no sangrara». Otro paso lo dio en el momento en el que dejó de fijarse en el calendario. «Él murió en septiembre y yo no quería que llegaran las navidades porque todo iban a ser recuerdos, pero llegaron y pasaron». Le ocurrió lo mismo en Semana Santa, y esos días también se fueron. Era imposible detener el tiempo. «Te das cuenta de que van a venir más navidades y no puedes estar así. Tienes que empezar a disfrutar».
Mientras camina por Nagusi kalea, en Azkoitia, no deja de saludar a sus vecinos. Los conoce a todos y a todos quiere agradecer «el calor» que recibió de ellos cuando enviudó. Toma un cortado en la terraza de una cafetería y mira a los grupos de personas que conversan y ríen alrededor. «Cuando se te muere alguien te das cuenta de que la vida sigue, que no ha cambiado nada. La distinta eres tú», señala. Por eso es tan difícil dar consuelo.
Lo sabe por experiencia propia. «Es imposible animar a quien le acaba de pasar algo así. Al principio eres tú, estás tú sola», dice Ana. «Es un proceso, -añade- primero lo aceptas pero después te rebelas contra el mundo, te empiezas a preguntar por qué a nosotros, con lo bien que estábamos. Cuando Jabi cayó enfermo yo le pedía al mundo que me dejara aunque fuera un par de años más para cuidarlo». Su petición fue rechazada. «Fue todo tan corto y tan malo... No hubo paz de ningún tipo», se lamenta.
Las terapias de los grupos de duelo duran un año. Ana y sus chicas ya han cumplido ese plazo pero todavía mantienen contacto. Sienten que la experiencia ha merecido la pena, que están mejor, pero saben que el dolor sigue ahí. Para ellas cualquier día puede convertirse en una montaña rusa. Pasan de la alegría a la tristeza en lo poco que tarda en formarse un recuerdo o en el crujido de una madera. Un segundo basta para que aparezca ante nosotros toda una vida, como si nunca se hubiera ido. Aún le ocurre a Ana. «A veces no te crees que haya muerto y parece que tiene que aparecer. Estás en casa, oyes pasos y no es una sensación, es que los oyes. En ese momento lo vuelves a tener presente hasta que después de das cuenta de que estás sola».
Durante un año Ana descendió en el ascensor los cinco pisos para verse con sus amigas, que han escuchado de su boca todo tipo de «sapos y culebras». A medida que pasaba el tiempo las lágrimas fueron cesando. Empezó a asumir «que no hay nada que hacer» salvo seguir adelante. «Un día me di cuenta en el ascensor de que ya no era como al principio». Empezó a ver en ese momento «una pequeña luz al final». Ana a veces llora pero también sonríe. Sabe que tendrá días malos y que vendrán otros buenos. Ella los conoce. Ha estado allí. En los días felices.
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