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Pablo Martínez Zarracina
Lunes, 14 de marzo 2016, 01:13
Yo era joven y cenaba en un restaurantito de Weimar. El restaurante era alemán, claro. La carta estaba escrita en alemán. El camarero era del mismo modo alemán y hablaba en alemán: no tenía aquel hombre un solo flanco incoherente. Por mi parte, lo único ... que sé decir en alemán es: «Una cerveza grande, por favor». Así que, con mi cerveza grande, revisaba la carta del restaurantito sin entender nada. Y me daba igual. Al fin y al cabo, tenía mi cerveza grande. Lo que hice fue estudiar la carta bajo un prisma lógico y llegar a una conclusión irrebatible: el plato más sabroso debía de ser el que tenía un nombre más largo y rebosante de diéresis. Cuando se lo señalé al camarero, el hombre pasó a tratarme con deferencia, como si hubiese descubierto en mí a un experto gastrónomo del bosque de Turingia.
La verdad es que aquellos higadillos de dios sabe qué animal terrestre (y me refiero al planeta) sepultados en un maelstrom de melaza, chucrut y pimienta estaban ricos. Quise decírselo al camarero, pero al tenerlo delante volví a darme cuenta de que iba corto de gramática. Lo solucioné pidiendo otra cerveza grande. Aun así, me sentí todo un cosmopolita en el restaurantito de Weimar. A través del ventanal, se veía una plaza romántica iluminada por la luna. «Oh, hermana de la luz primera, símbolo del amor en la tristeza», susurré. Es que también me sentí cerca de Goethe. Si no por el talento, sí por la dispepsia. Ya notaba que la digestión de tanto higadillo no sería fácil. Seguro que el gran hombre conoció la pesadez que producen los platos de la región de Weimar, ese 'Sturm und Drang' gastroesofágico.
A partir de aquella experiencia, intento cimentar mis acercamientos a la gastronomía mundial sobre dos principios sólidos: el azar y la incomprensión. No resulta sencillo. Hoy todo trabaja en contra de la incomprensión. Es una pena. Seguro que en el restaurantito de Weimar disponen ya de cartas traducidas al inglés y quién sabe si incluso ilustradas, horror, con fotos. Mi amigo el camarero habrá sido sustituido por algún joven cazapropinas habilidoso con los idiomas. Tampoco ayuda la facilidad con la que desenfundamos el telefonito y buscamos respuestas. Viajar está dejando de tener sentido ahora que todo tiene significado.
Los restaurantes internacionales de la ciudad podrían funcionar como alternativa. Pero hay que denunciar su funcionamiento. Es incomprensible. Entras en un restaurante italiano de Bilbao y el personal no es italiano. Puedo aceptar que importar a la plantilla no resulte rentable. Pero lo que no entiendo es que la plantilla no finja y se dirija a ti en italiano, o en algo que se le parezca, para que tú no te enteres bien y no sepas qué pedir. A mí eso me haría feliz. Y terminaría pidiendo a ciegas, acuciado por unos camareros que, aun sin ser italianos, se harían los italianos y me volverían loco con parrafadas histriónicas llenas de 'andiamos' y 'madonnas'. Incluso podría sentirme cerca de Leopardi, como me pasó con Goethe, cuando esa gente parase un poco de gritarme, imagino que los postres.
Otra cosa que no debería hacerse en los restaurantes exóticos es ceder ante el gusto local. Nada de adaptaciones. Nada de advertencias. La fidelidad a la propia extravagancia es fundamental para que prenda la chispa cosmopolita. Si uno pide sin saberlo la cabeza braseada de un babuino, que ningún camarero se inmiscuya. Venga esa cabeza. Las concesiones no tienen sentido. Hay en la ciudad restaurantes orientales en los que arrugas la nariz, amagas con irte y terminan sirviéndote unas vainas con patatas. La comunicación entre los pueblos apesta. Cada vez es más difícil sentarte en una mesa y sentirte incomunicado. Solo nos quedan para eso los grandes cocineros nacionales. Es curioso. En sus restaurantes todavía puedes no entender una palabra de lo que se te dice y acceder al viejo placer de señalar a ciegas un plato de nombre larguísimo y lleno de diéresis. A poco que el chef español salga en los dominicales, el plato llevará su cuarto y mitad de babuino.
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