laura caorsi
Lunes, 4 de enero 2016, 02:47
Viviana Cauna lo tiene claro: «Si trabajas en lo que te gusta, se nota. El tiempo que empleas, la dedicación y la minuciosidad son mucho mayores. Es fácil notar que alguien hace aquello que realmente le apasiona porque esa entrega marca la diferencia». En su ... caso, es una dulce vocación: la pastelería y la repostería, un oficio al que se dedicaba en Uruguay antes de emigrar, que mantuvo aparcado durante años cuando vino a Euskadi con su esposo y que ahora ha vuelto a retomar.
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«La pastelería es una ciencia exacta. Hay que pesar, medir, tamizar, controlar tiempos... y ceñirse a todo eso sin quedarse corto ni pasarse. Quizá el único elemento que no se puede calcular es el mimo con el que uno hace las cosas. Y es curioso, porque seguramente sea el ingrediente más importante de todos». Así describe Viviana su trabajo cotidiano, un oficio que aprendió hace muchos años cuando vivía en un pequeño pueblo de Uruguay.
«Mi pueblo, Mercedes, es chiquito, aunque contábamos con todo lo necesario. Cuando vivíamos allí, mi esposo y yo teníamos un obrador y nos iba muy bien. Hubo un momento en el que éramos trece personas trabajando. Pero en 2002, tras la crisis de Argentina y el famoso corralito, todo se desmoronó. Redujimos la plantilla a la mitad. Poco después, abrió un supermercado muy grande justo enfrente de nuestro local. Vendía el típico pan congelado a bajo precio; no podíamos competir. Ese año bajamos la persiana. Al año siguiente, nos fuimos del país».
El relato de Viviana es similar al de muchas personas de aquí que han tenido que cerrar sus comercios, se han quedado en el paro o han decidido marcharse. «Es duro. Siempre que lo recuerdo siento tristeza. Dejar tus cosas y decirle adiós a tus afectos es muy difícil, y la incertidumbre es lo peor. Te vas sin saber cómo serán las cosas en la otra punta del mundo. Y te vas con lo puesto y poco más, unos pocos ahorros y las manos en los bolsillos».
Eligieron Euskadi porque su marido tenía un buen amigo aquí. «Su amigo es hijo de vascos que, en su día, emigraron a Uruguay, aunque hace años que regresaron a Algorta. Siempre siguieron en contacto y cuando supo que lo estábamos pasando mal con el negocio, le animó a que viniera». Y Gustavo vino. Primero él, que consiguió trabajo a los pocos días en un bar, preparando pintxos. Después, ella con los niños. «Nuestros hijos tienen 16 y 18 años, pero en ese momento eran chiquitines. Para nosotros fue difícil pero para ellos eso fue una ventaja, porque en el cole se integraron enseguida», indica.
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El marido de Viviana trabajó durante años en el bar. Y ella, que trajo en su maleta el libro de recetas de la panadería y sus herramientas, como las cortadoras de pastas o las boquillas de decoración, vio cómo algunos de estos utensilios se oxidaban por la falta de uso. Pasó años sin tocarlos, trabajando en otras cosas. «Empecé igual que mucha gente, limpiando casas y portales, hasta que conseguí empleo como camarera. Allí, detrás de la barra, hice grandes amigos. Mis compañeros de trabajo fueron siempre un gran apoyo para mí. Al principio, como digo, es muy difícil. El cambio de cultura se nota. Estábamos muy solos. Nos teníamos a nosotros mismos. Y las personas, hasta que te conocen, te esquivan», relata.
Lazos afectivos
Los compañeros de trabajo «y los otros padres del cole» fueron los primeros vínculos afectivos de Viviana y su familia. Se afianzaron, se estabilizaron, tuvieron un tercer hijo... Y llegó la crisis. «Mi marido se quedó sin trabajo con 50 años. Mi sueldo no alcanzaba para todo. Así que nos pusimos a pensar cómo salimos de esta, qué sabemos hacer. Volver no era una opción, ni por nosotros ni por nuestros hijos, así que decidimos lanzarnos y abrir nuestra pastelería», cuenta ella de manera resumida, ya que «fue muy complicado, desde encontrar el sitio, hasta hacer la obra u obtener un microcrédito en el banco. Menos mal -matiza- que nos acercamos al Ayuntamiento y contamos con el apoyo de Getxolan, que ayuda mucho a los emprendedores», dice agradecida.
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«Así y todo, fue difícil. Incluso tuvimos que mejorar nuestro libro de recetas, aprender a hacer cosas típicas de aquí, probar qué cosas funcionaban y cuáles no, y adaptar nuestras preparaciones para el público local. Los vascos son muy sibaritas, saben comer bien y les gusta la buena comida. Tienen un nivel de exigencia muy alto», observa Viviana. «Pero eso no nos intimidó. Incluso hemos conseguido poner de moda cosas muy nuestras, como los alfajores de maicena con dulce de leche», cuenta orgullosa. «Poco a poco nos hemos hecho un lugar. Desde luego, hay un montón de niños en el barrio que están contentos de tenernos por aquí», concluye.
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