Icíar Ochoa de Olano
Jueves, 31 de diciembre 2015, 21:56
Como ocurre en Benidorm cada agosto, cuando una legión de veraneantes coloniza a diario hasta el último centímetro cuadrado de playa, Gstaad se sobrepuebla cada Navidad de oportunistas invernales que comparten entre sí el mismo prefijo: todos son multimillonarios. Para que las cuentas cuadren, a ... los de siempre hay que añadir una auténtica turba de privilegiados, menos conocidos pero igual de pudientes o, incluso, más. Despertada de su bucólico letargo de postal en el que se sume el resto del año y acolchada con varios palmos de nieve crujiente, la idílica estación suiza de esquí multiplica estos días su vecindario por cuatro. Los 7.500 hosteleros, comerciantes y ganaderos que habitan en el cuento alpino se convierten en estas fechas en unos 30.000. De ellos, alrededor de 17.000 son temporeros contratados para desvivirse por unos 6.000 visitantes que se apelotonan allí auspiciados por un sufijo idéntico: todos son 'ísimos'.
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Solo falta agitar la escena y que llueva purpurina, como si se tratara de una bola de nieve de cristal. Cumbres majestuosas, 250 kilómetros de pistas de esquí, mansiones y hoteles con el máximo nivel de lujo y confort, y la Promenade Strasse, una calle donde avituallarse de primeras marcas, dibujan el Xanadú glacial en el que comen las uvas, en torno a la chimenea, 'royals', sultanes, jeques, artistas, banqueros y deportistas. Ocurre así desde hace ya algo más de un siglo gracias, en buena medida, a algo de lo que sus más directas competidoras, Chamonix, Aspen o Saint Moritz, carecen: Le Rosey, el internado que congrega a la élite económica, intelectual y social del mundo, como lo acreditan unas orlas a las que se asoman el propio Juan Carlos I, el sha Reza Pahlevi de Irán, Rainiero de Mónaco, todos los jóvenes Hohenzollern, la dinastía imperial de Alemania, un sinfin de aristócratas, titulares de fortunas históricas, como los Rockefeller, o descendientes de iconos musicales, como Sean Lennon.
Amarrado el pedigrí, la popularidad de Gstaad entre la alta burguesía llegaría bien entrado el siglo XX con la propagación del esquí alpino deportivo -declarado olímpico en 1924- y una publicidad irresistible. Carteles de aquella década mostraban a un camarero vestido de smoking recibiendo, con una copa en una bandeja, a un hombre con el estilismo de la belle époque a su descenso de una loma nevada. Al atinado marketing hay que sumar la gestión audaz de la dirección del Hotel Palace tras la Segunda Guerra Mundial. La exclusiva institución de cinco estrellas, que cada atarceder emerge del paisaje azulado como un robusto faro, se lanzó a fichar a Louis Armstrong o a Ella Fitzgerald para animar sus veladas. Así, a golpe del jazz más refinado, arraigaba en el cantón de Berna el glamour a bajo cero y a más de mil metros de altitud.
Para los sesenta, la recién nacida jet-set, ávida de nuevos escenarios donde beberse la vida, incluía Gstaad en su listado de lugares de recreo junto a Sugarbush, en Vermont, la Costa Esmeralda, Acapulco, Porto Cervo o Marbella. La apacible villa abría sus puertas a Hollywood, que desembarcaba para ponerse las botas. «A veces, incluso, las de esquiar», bromea Claude Bigler, un peluquero suizo del staff de Coiffure Ferdinand, la referencia capilar del momento en el espléndido valle. Por sus tijeras pasaron muchas de aquellas celebridades. Desde la melena de color miel de Julie Christie, cuyo trato le propiciaría un pase directo a la academia del idolatrado Vidal Sassoon, a las inflexibles ondas plateadas de la reina Juliana de Holanda, pasando por David Niven o Roman Polansky, quien vivió su arresto en el hotel Palace. «También recuerdo a Jimmy Hendrix y a otras estrellas del rock. Montreaux y su festival de jazz quedaban a apenas 60 kilómetros. Todos tenían curiosidad por conocer Gstaad y quien pintaba algo en aquellos años tenía que dejarse ver por allí», evoca para este periódico desde su estudio en Vancouver.
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En casa de Taylor y Burton
El estilista conserva bajo llave muchas buenas historias. «A menudo, de drogas y sexo. Pero nunca las revelaría. Sus protagonistas aún están vivos. Además, en Gstaad la discreción es ley», recalca. Algo que los famosos sabían valorar y premiar con su reincidencia como visitantes. Ya lo decía Roger Moore, otro asiduo de la estación: «La gente aquí parece estar más interesada en mi coche que en mí». O la propia Julie Andrews: «Este es el último paraíso en este mundo loco». «Se sentían a salvo de los paparazzi y se mostraban naturales», resume Bigler antes de rememorar «la mañana en la que amanecí en la casa de Elizabeth Taylor», suelta como un alud. «Recuerdo que una noche fui con mi Austin mini a Rougemont (un pueblecito cercano). Una banda inglesa daba un concierto en el club Atelier. Una de las dos chicas con las que estuve bailando y tomando unas copas quería conducir mi coche de vuelta. Me propuso pasar la noche con ellas si se lo dejaba llevar. A la mañana siguiente, estaba en la cocina, preparando el desayuno, cuando apareció un joven en silla de ruedas. Resultó ser el hermano de Richard Burton y las chicas, sus cuidadoras».
Allí donde Valentino festeja algo, está para brindar Naty Abascal, la única española con invitación para acudir a su sarao de Nochevieja junto a la mallorquina Cristina Macaya. Además de Elena Ochoa y su marido, el arquitecto Norman Foster, los Botín también llevan años eligiendo su casa en Gstaad para comer las uvas junto a los empresarios Borja Prado (Endesa), Carlos March, Joao Flores y Tita Torrabadella, Juan Abelló o José María Aristráin. El potentado guipuzcoano de la acería posee en la estación alpina una mansión valorada en nada menos que siete millones de euros.
Por si fuera poco despertarse en Ariel, la propiedad que la actriz de los ojos violeta adquirió en 1959 con su cuarto marido, Eddie Fisher, pero que disfrutó con el intérprete galés, ese día, en su puesto de trabajo, le esperaba una jugosa propina de cien francos suizos por un servicio de treinta. «Pregunté en la 'coiffure' que quién era la clienta y me dijeron que la hija del propietario de una importante plantación de café en Colombia. En realidad, lo era de un reputado narcotraficante», ríe el peluquero. «Aunque siga atrayendo a los famosos, Gstaad nunca ha vuelto a ser lo que fue. Como todo, ha perdido su 'charm' y urbanísticamente está sobre explotada», sentencia el estilista, afincado desde hace ya décadas en Canadá.
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Con menos encanto y más madera (la que usan para levantar más y más residencias de estilo alpino), lo cierto es que la perla suiza que descubrió el mariscal Montgomery y que frecuentó la familia real tailandesa se mantiene, un siglo después, como destino ineludible para la 'high society' internacional, que parece encontrarse allí, a resguardo de sus fiestas privadas, como unas pascuas. Así, por sus impolutas calles y pistas se dejan ver con aspecto relajado, y a veces sin maquillar, desde el mandamás de la F-1, Bernie Ecclestone, propietario allí del hotel Olden, hasta el Aga Khan, la actriz Anne Hathaway o Andrea Casiraghi y su mujer, Tatiana Santo Domingo, quienes eligieron esos parajes inmaculados para celebrar su boda religiosa el año pasado. Y, cómo no, Valentino. Al mago lombardo de la alta costura, reciclado en anfitrión, le gusta escuchar allí las campanadas junto con Elton John, Madonna o Natalia Vodianova.
«Nochevieja es una ocasión especial en Gstaad. Servimos langosta y caviar, y el champán y la música nunca se acaban. Es increíble», cuenta Gildo Boscini, el director del restaurante italiano Gildo's, uno de los cinco que contiene el hotel Palace, en donde lleva trabajando la friolera de 45 años. Al derroche de burbujas, cosmopolitismo y poderío económico se une una población autóctona «sobria y llana, que se siente especialmente orgullosa de sus vacas. No está interesada en las celebridades. Por eso, estas siempre regresan», presume la página oficial de Turismo de la villa helvética.
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