Quienes hemos sido maestros muchos años y siempre consideramos que nuestra primera vocación es intentar ayudar a los jóvenes a afrontar civilizada y humanamente la ... vida, solemos tener una disposición exageradamente tolerante para las fechorías que cometen los aún menores de edad. No para disculparlas, claro está (hay niños de trece años capaces de crueldades tan refinadas como el peor de los nazis), pero al menos para considerar a sus autores como víctimas también en cierto modo, además de verdugos. Hasta que llegan a la edad plenamente adulta (que no sé exactamente cuándo fijar: un viejo psicoanalista amigo mío solía decirme «nuestro drama es que no hay adultos»), uno no puede dejar de pensar que quienes hemos fracasado en educarles somos también en cierta medida algo culpables o, mejor dicho, algo responsables de las barbaridades que cometen. Intentar educar -una de las tres tareas imposibles según Freud, junto a gobernar y psicoanalizar- obliga a ensanchar mucho nuestro sentido de la responsabilidad, aunque por supuesto nunca tanto que condene a los adolescentes a una especie de limbo irresponsable.
Viene esto a cuento de que no puedo dejar de considerar también un poco víctima al muchacho nada recomendable que le dio el puñetazo a Rajoy en Pontevedra. Por lo que se ha sabido de sus relaciones mediáticas, los mensajes que cruzaba con los amigos y las opiniones políticas semianalfabetas que colgaba en la red, se trata desde luego de un bruto bastante corto de luces, pero también de un exponente de cierto tipo de mocedad que crece y prolifera a la sombra de las redes sociales y fomentada por la indigencia de una enseñanza que a veces no puede competir con ellas. Conozco sólo superficialmente lo que se cuenta de sus circunstancias familiares, pero lo suficiente para saber que no se trata en modo alguno de un marginado maltratado por la sociedad sino más bien otro tipo no menos sino quizá más abundante, el que vive una vida bastante acomodada e incluso está rodeado de ciertos lujos (educativos, por ejemplo), el último de los cuales consiste en abominar de todos ellos para sentirse un rebelde que persigue, denuncia y castiga las injusticias sociales. No hay mayor privilegio que el de estar a cubierto y clamar contra lo insoportable del granizo que cae sobre los demás. Hace ya tiempo que Hermann Lübbe, un politólogo de los de antes de Podemos, es decir de los de verdad, escribió: «Aquel que en teoría lo cuestiona todo no puede prescindir en la práctica de que todo siga como antes. El radicalismo teórico tiene como condición algo que, en la práctica, es su contrario».
Ya sabemos que la adolescencia y primera juventud forman una época truculenta de la vida, en la que muchas veces lo declamatorio sustituye a lo razonado y y la revolución que se pretende más universal no es a fin de cuentas sino el deseo de escandalizar a papá y a mamá. Quién sabe si ese puñetazo a Rajoy no fue en realidad un golpe simbólico propiciado al padre benévolo por persona interpuesta Pero la hiperestimulación cacofónica de las redes sociales refuerza esta tendencia en nuestros días hasta extremos preocupantes. Por poca tendencia a la chaladura propia de su edad que tenga un muchacho, encontrará diez mil capaces de jalearle y de empujarle hasta la exasperación. A veces no es más que un fenómeno que desaparece con los años y la madurez, como el acné, pero en otras ocasiones impulsa al que más necesidad tiene de reconocimiento por parte de quienes considera los suyos a cometer alguna barbaridad que estropea lamentablemente el resto de su vida.
Y ello es especialmente probable en aquellos lugares que conocen una gran propensión nacionalista. Si las tendencias al antitodismo juvenil caen en un campo fertilizado por la obsesión de la patria oprimida, las fuerzas del orden invasoras y la fantasmagórica negación de unos derechos irrenunciables que han sido inventados en todas sus piezas por fanáticos que ni siquiera tienen a su favor la excusa de la adolescencia, el resultado puede ser explosivo y criminal en el más literal sentido del término. En Euskadi lo hemos experimentado de una manera que no deja lugar a dudas, sólo a remordimientos. Esta es la auténtica y más punible corrupción de menores. Cuando pensamos en tantos jóvenes de treinta años que despiertan de pronto de su posesión dogmática anterior y se encuentran con dos o tres asesinatos a la espalda, encarcelados y sometidos por una perversa ley de obediencia debida a quienes les empujaron a ellos, cualquier educador decente no puede sentir más una lástima infinita. Quizá ese puñetazo a Rajoy haya salvado a ese joven de cometer alguna barbaridad mayor y ahora, en los meses de penitencia que le correspondan, tenga ocasión de repensar mejor algunas cosas y corregir el rumbo futuro. Ojalá sea así.
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