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Retratos de prisioneros posteriormente asesinados en Tuol Sleng.
De la tierra aún salen huesos

De la tierra aún salen huesos

En Choeung Ek, uno de los más terribles campos de exterminio camboyanos, los restos de las víctimas de los Jemeres Rojos siguen emergiendo cada vez que llueve

Luis López

Martes, 8 de diciembre 2015, 16:59

Durante los meses de lluvia la tierra se empapa tanto en Choeung Ek que, 35 años después, sigue regurgitanto huesos humanos y jirones de ropa. Este fue uno de los campos de exterminio más terribles en la Camboya de los Jemeres Rojos. Cuando cayó el régimen de Pol Pot en enero de 1979 y los vietnamitas llegaron al lugar se encontraron con que el terreno era una sucesión de ondulaciones supurantes. Las fosas comunes estaban tan repletas de cuerpos y tan precariamente cubiertas que los gases rompían la tierra formando cráteres.

Allí el mundo comprobó que los rumores aterradores que circulaban sobre lo que estaba ocurriendo en Camboya se quedaban cortos. Durante los algo más de tres años que los Jemeres Rojos controlaron el país exterminaron a dos millones de personas, la cuarta parte de la población. Vaciaron las ciudades para llevar el país de vuelta al Medievo. Aniquilaron a todo aquel que llevase gafas, que hablase idiomas, que no tuviese callos en las manos... Y luego, obsesionados por la pureza de la república agraria, comenzaron a buscar traidores, el 'enemigo oculto', en sus propias filas. Y eso provocó purgas sangrientas entre quienes antes habían blandido los cuchillos.

Durante 1980 se exhumaron varias fosas comunes en Choeung Ek para extraer los restos de 8.985 personas. Pero 43 enterramientos masivos se dejaron intactos.

Las estimaciones apuntan a que más de 17.000 hombres, mujeres y niños fueron asesinados en lo que hasta la época del terror había sido un huerto de longanes, frutos también conocidos como 'ojo de dragón' muy populares en Asia. Los Jemeres Rojos llevaban hasta allí a gente previamente recluida en Tuol Sleng, un colegio de Phnom Penh reconvertido en centro de tortura. Si los sospechosos lograban sobrevivir -tras confesar a Angkar, el todopoderoso partido, sus pecados reales o ficticios y delatar a otros compinches, reales o ficiticios- eran enviados a Choeung Ek para ser exterminados.

Los camiones cargados de prisioneros llegaban de noche. Por megafonía, constantemente, sonaban atronadores y metálicos himnos militares y canciones propagandísticas con tonos agudos y un aire infantil. El estruendo cubría los gritos de los prisioneros. Porque ante la escasez de munición las ejecuciones se llevaban a cabo de las formas más brutales con las herramientas que había a mano: barras de hierro, martillos, machetes, afiladas hojas de palmera... A los pies de un árbol se encontraron decenas de cadáveres de bebés con los cráneos destrozados.

Ahora Choeung Ek es una finca silenciosa con túmulos y paneles donde se explica el recorrido que hacían los prisioneros. En los márgenes de los senderos aún aparecen huesos y algún diente arrastrado por la lluvia desde las fosas comunes próximas. Periódicamente los empleados del lugar recogen los restos humanos para depositarlos en una urna de metacrilato. En medio del terreno hay una estupa donde se amontonan, ordenados por sexos y edad, más de 8.000 cráneos. Muchos revelan, a simple vista, cómo fueron asesinados sus dueños.

La visita a este lugar, situado a unos ocho kilómetros de la capital camboyana, se realiza con una audoguía donde alguno de los escasos supervivientes recuerda sus horrores. Y también hablan varios verdugos. Personas que relatan cómo llegaron a matar en masa con total naturalidad, cómo odiaban con tal fuerza a los supuestos traidores que veían con complacencia cualquier sufrimiento que se les pudiera infligir antes de su muerte. Y otros simplemente aceptaban semejante barbarie para no aparentar debilidad y ser tachados de enemigos del Angkar.

Esto es lo más instructivo de la visita porque casi se llega a entender lo incomprensible. Cómo la doctrina de Pol Pot llegó a calar entre campesinos pobres y carentes de formación. Cómo en ellos prendió el odio a los urbanitas y burgueses, seres egoístas que vivían en la abundancia a costa del sufrimiento y las miserias de la mayoría campesina. Los Jemeres Rojos se ganaron a esa mayoría doliente que nunca había visto más que arrozales y enfermedades. Y cuando en 1975 entraron triunfantes en Phnom Penh, la masa miserable comprobó que todo era cierto. Que allí había un montón de gente con ropas limpias, con coches grandes, con televisores modernos, con aparatos de radio, con calles asfaltadas...

Choeung Ek pretende ser un recordatorio del terror. Una alerta siempre encencida para intentar que no se repita nada semejante. El problema es que Camboya sigue siendo uno de los lugares más pobres del planeta. Un país rural donde no hay viejos -la media de edad son 20 años- y donde mayoritariamente la población vive entre junglas y arrozales igual que lo hacía hace un siglo. Eso sí, al entrar en Phnom Penh se abre un mundo de avenidas asfaltadas. Allí, en medio del caos de tráfico que forman bicis, motos y rickshaws, hay hasta Rolls-Royces.

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