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J. Gómez Peña
Martes, 24 de noviembre 2015, 17:58
En otro noviembre, el de 1964, el bello Hugo Koblet -cabello rubio ondulado, mirada de metal, un peine siempre a mano- conduce como ha vivido. A cien. Pisa el acelerador. No frena en esa carretera recta que mira al lago de Zúrich, donde nació, donde ... estaba la panadería de sus padres, donde aprendió a pedalear en el reparto a domilicio de hogazas y pasteles... La niñez. El principio. Y el final. El Alfa Romeo blanco se estampa contra un árbol. Ni un trazo de frenada. Koblet, ganador del Giro de Italia de 1950 -el primer ciclista no italiano en conseguirlo- y vencedor del Tour de 1951, acaba con su breve y veloz vida. Tenía 39 años, de éxitos y fracasos deportivos, de conquistas y desamores, de plenitud física y de una traidora enfermedad venérea. Murió joven y gastado. Entre los hierros arrugados de un deportivo. A lo James Dean. Dejó en herencia una obra maestra. ¿Quién era Klobet? Klobet fue la etapa Brive-Agen. Con un día así basta para ser inmortal.
El 15 de julio de 1951. La de Brive-Agen parecía una etapa sin más de aquel Tour en el que el equipo de Suiza había descartado a Ferdi Kubler, vencedor en la edición de 1950. Kubler era un ogro de nariz picuda. Una bestia. Un suizo rácano, vociferante y desconfiado con una fuerza descomunal. En pleno esfuerzo su rostro, crispado, se volvía demoníaco. Suiza había apostado para el Tour'51 por la otra 'K' del ciclismo helvético, la de Koblet, que se escribía con suavidad. Trazo limpio, fluido. Koblet, el 'Adonis', se deslizaba sobre el asfalto como si patinara en hielo. Inmóvil a toda velocidad. Perfecto. Los rivales le admiraban, le envidiaban; las mujeres suspiraban.
Un caballero al galope. Así era: un día antes, el 14 de julio, fiesta nacional francesa, le había regalado al ídolo local, a Louison Bobet, un ramo de flores. Cortés. Y despiadado. Ese ramo sirvió a la mañana siguiente para el entierro del campeón francés y del resto, de Coppi, Bartali, Ockers, Geminiani, Magni, Robic, Bernardo Ruiz... Sepultado entre Brive y Agen por el ciclista con más encanto.
El Tour que estrenó el Mont Ventoux esperaba la llegada ya cercana de los Pirineos y los Alpes. La decimoprimera etapa, 177 kilómetros entre Brive y Agen, tierra de rugby, era un trámite. Cuentan que la noche anterior Koblet durmió al fin a pierna suelta. Un forúnculo en la entrepierna llevaba días acribillándole. Recurrió a un médico, que como receta le ofreció sajar el grano. Abrirlo. Eso significaba abandonar el Tour. Buscó otro diagnóstico. Y escuchó lo que quería en la voz de otro galeno. Un supositorio de cocaína. Con eso se acabó el dolor. Eso cuentan. A la mañana siguiente, Koblet, que ya había intimidado con su triunfo en la contrarreloj inicial de aquella edición, se fugó en el kilómetro 42, en una pequeña cota. Quedaban 135 kilómetros hasta Agen. Un ciclista sin mucha historia, Louis Deprez, fue el único en seguirle. «Era como ir tras una moto», contó. Koblet estaba inspirado. «Sígueme, ponte a rueda», le dijo a Deprez. Apenas aguantó diez kilómetros. Ahogado ante la cilindrada de Koblet. Rápido. Así corría, así vivió.
Un dios entró en Agen
Detrás, Coppi, Bartali y los demás se miraban. Qué locura. ¿Dónde va? Enseguida se asustaron. Pusieron a sus gregarios a tirar. Nada. Koblet, a 40 por hora, les sacaba cuatro minutos. Entonces, en plena alarma, hubo acuerdo: Coppi, Bartali, Geminiani, Magni, Bobet, Robic.... Todos se unieron contra el suizo. Y ni así. Hasta el director de Koblet estaba mudo, testigo de una hazaña. Se le arrimó. Vio su estela: bella, sincronizada, ciclista y bicicleta soldados... Le preguntó: «¿Qué haces Hugo? ¿Dónde vas?». Koblet se encogió de hombros. Las mejores páginas del ciclismo las escriben los locos. «¿Cuánto tiempo les llevo?», preguntó. Unos tres minutos a falta de 40 kilómetros. Él contra todos. No lo dudó. Se metió de nuevo en su silueta perfecta y, preciso como un reloj suizo, tiró hacia Agen. Solo descompuso la figura al poco de llegar: sacó del bolsillo de su maillot una esponja y un peine. Se limpió el rostro y se alisó el cabello. Fiel al mito, a la estatua que estaba creando. Un dios entró en Agen con dos minutos y medio de ventaja sobre los mortales.
Convertido en una divinidad, se quedó con aquel Tour y repartió las migas. A Coppi, campeón dolido por la muerte de su hermano, le dejó ganar en Briançon. No sabía cómo hacerlo sin que se notara y un pinchazo le facilitó el camino. «Nunca un pinchazo fue tan bien recibido», dijo Koblet luego. A Bartali, en cambio, le castigó. Durante una etapa de montaña el italiano se había negado a darle agua. Antes de compartirla con Koblet arrojó las últimas gotas de la ponchera a la carretera. En la contarreloj final, Koblet dobló al italiano. Al cogerle se le arrimó, botellín en mano, y lo colocó en la bici de su atónito y abatido rival. «Toma, para que bebas». Para que tragara la derrota, la humillación de ser pisoteado pese a haber salido ocho minutos antes en aquella etapa. En París, final del Tour, Koblet aventajó en más de veinte minutos al segundo, al 'fusil' Geminiani, que así resumió la carrera: «De tanto seguir a ese maillot rojo con cruz blanca (camiseta del equipo suizo), vamos a acabar todos en la Cruz Roja».
Koblet, el dandi que aparecía en las carreras al volante de su envidiado Studebaker, que vestía bata de seda y coleccionaba amantes, era el mejor de la mejor generación ciclista. Y era suizo solo de nacimiento. Nada de ahorrar pese a ser del país de los bancos. Mansiones, deportivos, mujeres y noche infinita. Le invitaron a México, a una carrera. Y allí perdió su fuerza. El talón de Aquiles. Una enfermedad venérea le aguó la sangre. No volvió a ser el mismo. Ni de lejos. Con la sangre tan débil acabó arrastrándose en pruebas de velódromo. Necesitaba el dinero para alimentar al mito creado. A los negocios ruinosos se unió el fracaso matrimonial con una exmodelo, Soja Bühl, con la que se casó en 1954, cuando aún duraba el eco de la etapa Brive-Agen. Diez años después, en otro noviembre, enfiló su Alfa Romeo hacia la meta final. Murió eternamente joven. Como Dean.
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