Mateo Balín
Domingo, 25 de octubre 2015, 01:51
«¡Pero fíjate la que has montado!», le reprocha ella. «Ya, pero como no tienen otras cosas... Sospechosos, los padres», apunta él. «Y te repito que yo maté arañas a cojinazos y que unas risas con las que ahogaba... y no significa... Y lo que ... tú hicieras tampoco significa que vayamos...», insiste ella. «Ya lo sé. Ahora tranquilicémonos y dejemos que actúen y trabajen», trata de tranquilizar el hombre a la mujer. «¿Pero me entiendes? Todas esas cosas pueden dar lugar a pensar Sabe Dios qué», afirma ella. «Pero no hay nada», sentencia él. «Siento haberte hecho tanto daño», comenta ella. «No pasa nada, el pasado, pasado está. Nena olvídate de eso, se acabó y se acabó. Encontrarán al culpable y saldremos de aquí enseguida, ya verás».
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Ella es Rosario Porto; él, Alfonso Basterra. Y esta charla es un extracto de la última vez que entablaron una conversación, en el calabozo de la Guardia Civil de A Coruña, apenas unos días después de que Asunta Basterra Porto, de 12 años, apareciera sin vida en una pista forestal de Teo, a las afueras de Santiago.
Una y otro son los únicos acusados del asesinato de su hija, y ahora aguardan, en prisión preventiva, como desde hace algo más de dos años, a que un jurado popular les declaren culpables o no culpables. Su suerte se conocerá en horas, quizás este mismo lunes, después de tres semanas y media de juicio en el que quedaron varias preguntas sin responder. Nadie vio cómo mataban a la niña. Ni quién lo hizo. Ni por qué. El jurado, tras escuchar a testigos y peritos, podrá determinar quién o quiénes acabaron con la vida de Asunta. Pero no el motivo.
El juicio, visto para sentencia, sirvió para completar el relato de los meses anteriores al 21 de septiembre de 2013, fecha en la que desapareció y murió Asunta. Pero también para modificar la imagen pública de los acusados que trascendió los días que siguieron al asesinato.
Las imágenes de la madre de la niña en la casa de Teo, durante el primer registro, a carcajadas, horas después de la incineración de la pequeña, helaron la sangre. A las primeras de cambio, se le colocó el cartel de culpable. La divulgación de otras imágenes captadas por cámaras de seguridad del Mercedes verde, con Asunta de copiloto, rumbo al caserón familiar donde se supone que se acabó con su vida, hicieron el resto. La acusación al padre se produjo cuando Rosario no llevaba ni 24 horas detenida. El padre de Alfonso Basterra, Ramón, echó más leña al fuego con una frase demoledora: «Sospecho que lo hizo ella y que mi hijo intentó encubrirla». El fiscal defiende esta tesis, que ella fue la autora material.
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No era un estorbo
La historia en común de Rosario y Alfonso, abogada ella, periodista él, comienza a escribirse en octubre de 1996, con una boda por todo lo alto. Su alto nivel de vida, y cultural, queda de manifiesto durante las jornadas del juicio en Santiago. Los cuadros depresivos de Charo, como la llaman en la familia, que arrastra desde los 22 años, no tardan en regresar. Se le diagnostica «depresión en grado mayor», que la llevaron a estar ingresada en alguna ocasión, la última meses antes del crimen.
El motivo de la recaída en los primeros años de matrimonio quizás haya que buscarlo en los intentos fallidos para quedarse embarazada. Los padres de Rosario la animan a iniciar los trámites para una adopción. Pese a los episodios psiquiátricos de la madre, obtuvieron el certificado de idoneidad y en 2002 viajaron a China a por la niña, que tenía nueve meses. Carmen Amarelle, figura clave en el juicio, se convierte en la cuidadora de la pequeña. El día a día de Asunta se llena de atenciones, de caprichos; es una niña muy deseada, con dotes innatas para la música, estudiosa y responsable.
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El juicio dibujó a una Rosario depresiva, menos dominante y más sometida por un marido que la agredió varias veces en sus 16 años de matrimonio. El Alfonso de ahora ya no transmite la imagen de pelele en manos de una mujer que lo abandonó para entregarse a los brazos de otro. Sesión tras sesión se vio a una madre llorosa, dolida, nerviosa, de negro, y a un padre bastante más indiferente, incluso desafiante.
Sus defensas se han agarrado a la falta de pruebas y de un móvil para tratar de convencer al jurado popular de su no culpabilidad. Parece que ha quedado demostrado que la niña no era un estorbo. Pero no se ha podido probar que de la bobina de cuerda naranja que apareció en la casa de Teo salieron los cabos con los que se ató de pies y manos a Asunta antes de acabar con su vida. Murió drogada hasta las cejas de Orfidal. Eso es una certeza. En las dieciséis jornadas de juicio se habló de forma repetida de esos «polvos blancos» a los que Asunta se refirió en vida. Y no eran para su inexistente alergia. La niña padeció varios episodios de somnolencia, declararon sus profesoras.
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Del hombre que supuestamente se coló en su cuarto, ni rastro, y ni palabra tampoco en el juicio del amante de Porto. Se decidió al final que no testificara, pese a que la madre de la niña pasó el día anterior al fatídico 21 de septiembre con él. Fue por este hombre por quien Rosario destruyó la bucólica imagen de familia feliz y la ruptura con su amante, el detonante que la devolvió por última vez a la unidad de psiquiatría del hospital. Ese ingreso, contaron los testigos, unió a Rosario y a Alfonso.
Escrito el guión y conocido el desenlace, tan solo falta que el jurado popular determine qué papel otorga a cada uno de los protagonistas sentados estas semanas en el banquillo de los acusados.
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