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Isabel Ibáñez
Jueves, 15 de octubre 2015, 01:28
Pasó 30 años en el corredor de la muerte y llevaba el mismo nombre que el actor Glenn Ford, especializado en esa clase de personaje sencillo y honesto que padece en situaciones adversas pero acaba por salir adelante cuando, a eso de las dos horas, ... aparece el rótulo de The End. El otro Glenn Ford, en cambio, tardó algo más en ver el desenlace de su trágica película: 30 años en decir adiós a la injusticia en que se convirtió su existencia, aunque ese final pongamos que feliz le duró bien poco, los meses que tardó la enfermedad que padecía en llevárselo a la tumba. En 1984, este hombre negro padre de cuatro hijos fue condenado por un jurado compuesto solo por blancos que le consideraron culpable de asesinar a un joyero de Luisiana, Isadore Rozeman. En 2013, la Justicia de EE UU admitió que había una evidencia creíble para revocar el fallo y la pena de muerte. ¿Cuál? El autor real de los hechos, de nombre Jake Robinson, que está en prisión por otro asesinato, confesó su crimen a un confidente de la Policía. El 11 de marzo del año pasado, Ford abandonaba Angola, la famosa cárcel de máxima seguridad de Luisiana, con una tarjeta de 20 dólares como compensación y pasó a ocupar una habitación en una residencia para exconvictos. Murió hace tres meses, en junio, a los 65 años, víctima de un cáncer de pulmón.
¿Qué se le puede decir a alguien al que has enviado a la cárcel siendo inocente? ¿Al que has arrebatado su vida y la de su familia? ¿A quien el Gobierno sólo compensó con una cantidad insultantemente ridícula y que murió en la indigencia cuando solo había saboreado unos pocos meses de libertad? Una persona que durante tanto tiempo vivió confinada en solitario en uno de los calabozos del corredor de la muerte, un cuartucho de metro y medio por dos metros, sin más compañía que el odio por su injusto destino, la ira, la desesperación... La aceptación finalmente para poder seguir viviendo. Y alguna semana con la soga al cuello, muy cerca de que la pena de muerte terminara por ejecutarse. El fiscal Marty Stroud lo ha intentado; ha hablado sobre el caso y lo ha hecho para pedir disculpas por el despropósito que cometió. Otros como él, culpables de encarcelar e incluso matar por error a inocentes, callan. Así que sus palabras, vertidas esta semana en el programa 60 minutos del canal estadounidense CBS, tienen la fuerza suficiente como para remover conciencias en un país en el que la pena de muerte sigue vigente y donde cada año se conocen nuevas historias de personas que perdieron su vida condenados por algo que no hicieron. En realidad son las primeras disculpas que pide un fiscal estadounidense por algo parecido.
Stroud, que tenía 32 años cuando le encargaron el caso (su primero relacionado con la pena de muerte), habla así en el programa: «Sin la ayuda de nadie, coloqué a un hombre en el corredor de la muerte, y él no pertenecía allí. Quiero decir que hice algo que estaba muy, muy mal». Para finiquitarlo cuando antes, se centró en un par de hechos que, a su juicio, eran más que suficientes para no entrar a valorar otras posibilidades: Ford, que había trabajado de jardinero para la víctima, había confesado hurtos de poca monta y, además, reconocía haber empeñado joyas robadas al fallecido. «Yo era arrogante, narcisista, atrapado en la cultura de ganar -prosigue el fiscal, avergonzado-. Ahora que lo recuerdo, hubo una pregunta acerca de la participación de otras personas. Debería haber seguido en eso. No lo hice». «¿Por qué no?», pregunta el presentador, Bill Whitaker. «Creo que mi error, por llamarlo de alguna manera, sólo puede ser descrito como cobardía. Yo era un cobarde».
Ayudó en todo este desatino que los abogados del pobre infeliz eran unos novatos, con experiencia en otro tipo de juicios más sencillos, nada tan grande como la patata caliente que tenían entre manos. «Y en ese momento -confiesa Stroud- no vi nada malo en ello. De hecho, me reí varias veces diciendo que esto iba a ser... que íbamos a conseguir ese caso con bastante rapidez». Reconoce que contribuyó de forma relevante al injusto veredicto el que el jurado estuviera compuesto íntegramente por blancos. Tampoco hubo evidencias físicas que confirmaran la conexión de Ford con el crimen y, encima, el testigo principal admitió haber sido coaccionado por la Policía. Otro momento doloroso en su entrevista es cuando recuerda cómo celebraron su triunfo en el juicio, después de sólo tres horas de deliberaciones del jurado, una victoria que, admite, relanzó su carrera: «Yo tenía bebidas. Golpeé en la espalda a mi gente. Cantamos canciones... Algo absolutamente repugnante. Ya sabes, la Madre Justicia, la estatua con una venda en los ojos. Pues ella lloró esa noche porque eso no era justicia. No era justicia en absoluto». Incluso se mete en el pellejo de Stroud en su celda: «Estás allí cada día. Sales una hora para pasear y vuelves. Haces eso día tras día, año tras año, y eso es todo. Básicamente, fue arrojado a una celda y olvidado».
Pero un día, Ford salió a la calle. Un arco iris cruzaba el cielo, como quedó constancia en una foto que le sacó su abogado a la salida de la cárcel. Con su tarjeta de 20 dólares (17 euros) compró algo de pollo, té y patatas fritas; le dieron 4 dólares de cambio. El presentador quiere saber qué sintió el fiscal Stroud al enterarse de que Ford había sido exonerado, y él responde de forma descarnada: «Pensé que iba a vomitar. Sentí náuseas y como si mi cara estuviera cambiando, como si tuviera fiebre. Era el horror de saber que yo le había causado todo ese dolor». Aunque Ford tenía derecho a 330.000 dólares, el Estado no reconoce haber cometido error alguno y le niega tal indemnización. Al menos, Stroud tuvo tiempo de ir a pedir perdón en persona al hombre al que envió a la muerte en vida. «¿Cómo te disculpas con alguien que ha perdido 30 años de su vida por tu culpa?», le pregunta el presentador. «Bueno, no hay libros que pueda leer para aprender a hacer eso. Fui y me disculpé». El programa incluye una pequeña entrevista al difunto Ford poco antes de morir, muy demacrado y sin un dólar en el bolsillo. El presentador quiere saber si pudo perdonarle. «No. Él no sólo me hizo daño a mí, sino a toda mi familia. No le he perdonado, pero lo estoy intentando». Marty Stroud admite entonces que si alguien le hubiera hecho eso a él, no sabe si podría perdonar. «Aquello fue un tren a la injusticia, y yo era el maquinista. Glenn Ford será una parte de mí hasta el día que me muera. Tengo un agujero en mí a través del que sopla el viento del norte. Es una sensación de frialdad, una sensación de disgusto. Simplemente no hay nada por ahí que pueda llenar ese gujero que hice yo mismo. Está bien. Bueno, no está bien. No está bien».
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